sábado, 23 de agosto de 2008

LOS ABIPONES SEGUN MARTIN DOBRIZHOFFER

Capítulo I

EL TERRITORIO DE LOS ABIPONES, SU ORIGEN Y SUS DIVERSOS NOMBRES



La belicosa tribu de los abipones, de la provincia del /3 Chaco, está asentada en el centro mismo de la Paracuaria, o por decir con mayor exactitud, deambula por ella. No posee lugar fijo de residencia, ni más límites que los que le ha fijado el temor de sus vecinos. Si éstos no se lo impiden, recorren hasta muy lejos de sur a norte, desde oriente a poniente, /4 de acuerdo a la oportunidad de una invasión al enemigo, o la necesidad de hallar algún camino. En el siglo pasado, tuvieron su cuna en la costa norte del río que los españoles llaman Grande o Bermejo, y los abipones Iñaté, tal como lo atestiguan los libros y registros contemporáneos. Pero a comienzos de este siglo, ya sea por haber terminado la guerra que los realistas emprendieron en el Chaco, o por temor a las colonias españolas del sur, emigraron y ocuparon por fin el valle que en otro tiempo perteneció a los indios calchaquíes, pueblo también de gigantes. A pesar de la oposición de los peninsulares, consideran como propio este territorio que se extiende unas doscientas leguas. Sin lugar a dudas en otro tiempo los antepasados de los abipones habían extendido desde estas tierras hasta las costas del Paraguay.
El cacique Ychamenraiquin, tenido como principal de su pueblo, afirmaba una vez en la colonia de San Jerónimo que ellos habían llegado a lomo de mula cruzando grandes aguadas; y decía también que él había sabido esto por boca de sus antepasados. Ambas cosas se contradicen, así como suele haber contradicción entre las fábulas, sin que – como yo lo sé – pueda sacarse alguna conclusión firme que quede como monumento de las letras. Pero en verdad esta controversia sobre la llegada de los abipones a Paracuaria pertenece a los americanos, si no me equivoco, cien veces agitada, pero nunca dirimida. El español Solórzano trae once opiniones sobre este asunto, y las rechaza una por una. El Padre Gumilla en su historia sobre el río Orinoco trae otras conjeturas, y otros autores también aportan otras. Cualquier cosa que digan, siempre encontrarán alguno que pueda fundamentar un juicio contrario. Muy a menudo me viene a la mente pensar que los americanos llegaron desde el extremo /5 norte de Europa, llevados por el deseo de un cielo más apacible, hasta las extensiones que hoy llamamos América, en donde fueron penetrando poco a poco, y que estarían unidas en alguna parte con los confines de Europa, separados sólo por algún angosto estrecho que habrían cruzado, ya a nado, ya en chalupas o en alguna otra embarcación. Encontramos claramente en los abipones una cierta imitación de las costumbres y ritos que se dice usan los lapones y las colonias de Nueva Zembla. He notado en nuestros bárbaros una tendencia innata a orientar siempre el suelo patrio hacia el norte, como si fuera una aguja magnética. Cuando se enojan por algún hecho adverso, exclaman con voz amenazadora: "De tal modo me levantaré hacia el norte de Mahaik". Me da la impresión de que con esta conminación quieren significar que se volverán a aquellos lugares del norte de Paracuaria en donde sus parientes bárbaros viven aún fuera de la obediencia de los españoles, fuera de la disciplina de los cristianos, a su arbitrio.

Concedamos en verdad esto a la opinión de autores muy autorizados: ¿Por qué me empeñaré en afirmar que los americanos son oriundos de Europa septentrional, si todos los indios, descendientes de americanos, carecen de barba, la que tanto abunda en los pueblos del norte de Europa? Cuídate de atribuirlo al aire, al clima o al cielo. Aunque veamos degenerar rápidamente y de modo evidente plantas trasladadas desde Europa a América, tenemos la experiencia de españoles, portugueses, franceses, notablemente barbados en Europa, que en ninguna parte de América quedan imberbes; lo mismo sus hijos y sus nietos testimonian con la barba su origen europeo. Decimos esto por propia experiencia, ya que después de veinte años pasados en Paracuaria, pese a afeitarme a menudo la barba con navaja, rápidamente me crecía. Si ves a algún /6 indio medianamente barbado, no dudes que aunque su madre sea americana, su padre o su abuelo serán europeos. Ya que los ralísimos pelos que aquí y allá crecen cerca del mentón de los indios americanos, como una pelusa, me parecen indignos del nombre de barba.

Paracuaria es muy parecida a Africa; ¿pero podrá deducirse de esto que sus habitantes emigraron de allí? Por otra parte, si así fuera, todos los paracuarios tendrían que ser como los africanos, negros, morenos o plomizos. Los ingleses, españoles y portugueses, habituados a la trata de esclavos, no quieren procrear progenie negra de madre o padre negros, y sin embargo los hijos de padre y madre india son de color algo blanco, que con el tiempo, el sol ardiente y el humo del fuego que arde día y noche en sus tugurios, se oscurece algo. Los americanos no son como los africanos, crespos, sino muy lacios aunque siempre de cabello muy negro. Pero fuera de todo esto, la inmensidad del océano que separa las costas de Africa meridional y de América, hace difícil la travesía en esa latitud, y – séame lícito decirlo – también increíble en aquel tiempo en que sin brújula, los navegantes apenas osaban apartarse de la orilla. Podrás decir que alguna tormenta arrojó a los africanos a las costas de América; pero pregunto: ¿por qué camino habrían podido escapar las más sanguinarias fieras? Por otra parte, esta ardua cuestión encuentra todavía nuevas dificultades. El Cabo de Buena Esperanza, opuesto a los límites de Paracuaria, tiene por habitantes a los hotentotes, cuyas costumbres bárbaras se asemejan en algo a la de los indios paracuarios, aunque unos y otros difieren totalmente en la /7 conformación del cuerpo, en los ritos y en la lengua. Yo he leído esto en un folleto escrito por un alemán que vivió un tiempo en el Cabo de Buena Esperanza. Hay algunos que afirman que Asia es la madre de los americanos, unida por algún nexo aún no encontrado. Si afirmaras que todos los americanos a una cayeron de la luna, conocedor de la inconstancia de los indios, de su espíritu voluble y de su mutabilidad acorde con la luna, aceptaría con pies y manos tu sentencia, si no temiera, con razón, la risa de todos los sabios. De la increíble variedad de lenguas que se hablan en América, no hay ninguna que haga referencia a su origen; y nunca encontrarás ni el más ligero parecido de las lenguas europeas, africanas o asiáticas con las americanas, pese a ser habladas por tan diversas bocas. Esta es mi opinión y la de otros con quienes consulté el asunto. No es mi intención detenerme en el origen de los americanos. Consulta a quienes tuvieron este propósito. No obstante, cuando más leas, más dudarás; en esta cuestión hay tantas sentencias como cabezas.

Sin embargo no se desanime la posteridad. Existe una nueva esperanza de que habría en alguna parte del mundo conocido una conexión con América, que se confirmará en otro tiempo, si las expediciones iniciadas con grandes peligros y costos por los ingleses y rusos hacia todos los ángulos de la tierra y del mar lograran algún fruto. Estos sagaces exploradores /8 de los mares, avanzando siempre hacia el Norte, han descubierto nuevos pueblos y nuevas islas, (de las que la más célebre es la de Othaita), y estrechos desconocidos por los antiguos; les pareció de lejos que las costas de América estaban cerca de las de Asia, aunque en realidad no se acercan. Les sucedió lo mismo que a Moisés, cuando, buscando la Palestina a través de un larguísimo camino, le fue mostrada por Dios desde el Monte Nebo. La augusta Catalina, actualmente emperatriz de los rusos, tan célebre por sus victorias, por su conocimiento de la guerra y la paz, como por el esplendor de su imperio, la pujanza de sus fuerzas navales y militares y el fomento de las artes y de las letras, se resolvió, y no escatimó ningún esfuerzo, para descubrir finalmente si en apartados lugares del océano desconocido son vecinas las costas de Europa boreal, América y Asia. Esta empresa fue encomendada a los capitanes más diestros: los capitanes Behring y Tschirikow, con dos naves construidas en Ochotz, recorrieron desde el puerto de Kamtschatka hasta el Sur. Después de varias andanzas y vicisitudes observaron a lo lejos unas tierras que tomaron por América y que, midiendo con sus instrumentos de navegación, distarían unos pocos grados al N. O. de las costas de California; además encontraron islas desconocidas y pueblos muy semejantes a los americanos del norte. Les pareció que habían alcanzado su meta; pero cantaron victoria antes de tiempo, pues el capitán Krenizin, en el año 1768, emprendió la misma empresa con dos naves y vio esas y otras islas; mas pese a haber usado toda su ciencia nunca pudo ver las tierras que sus antecesores Behring y Tschirikow /9 creyeron ver y tuvieron por el continente americano. Krenizin decía que se habrían engañado pensando que las grandes islas con las abruptas cimas de sus montes eran la tierra firme americana; y en el mismo lugar en que aquellos equivocadamente habían fijado el continente americano, él sólo descubrió el mar abierto a lo largo y a lo ancho. Quienes creían a los primeros disculpaban a Krenizin por no haber visto aquellas tierras, alegando que éste había navegado hacia el Norte, y que si hubiera dirigido las proas hacia el sur, habría encontrado también el mismo territorio. En este asunto tan discutido ¿quién puede dar la sentencia? Unos y otros deben ser excusados si yerran. En un mar tan proceloso, bajo un cielo a menudo cubierto por densas nubes, no puede ser observado el mismo punto por varias personas, ni saber el modo de llegar a ese punto. Las nieblas obstaculizan la vista e impiden ver las costas más próximas. Digo esto por experiencia propia. Unos navegantes portugueses descubrieron la isla de Madera observándola desde un mástil muy alto; y nosotros la habíamos tomado por una nubecita; y navegando hacia Italia por el Mediterráneo con Norvegis pensamos que la isla de Minorca era una nube. De modo que no es raro equivocarse por la nubosidad.

De las repetidas observaciones de los rusos, si bien discordes, arguyen todos los demás que el tránsito desde Europa septentrional hasta América se hace por mar, y que ambas partes continentales están separadas por un estrecho. Y /10 finalmente, que pueblos nómades fueron penetrando poco a poco por las islas próximas a la costa hasta llegar a América. Convénzanse otros de esto, yo no puedo creer que tal cosa pueda realizarse. Si capitanes tan idóneos, provistos de brújulas, con sólidos barcos, con marineros capaces, poseyendo instrumentos aptos para la exploración del mar y la protección contra las tormentas vuelven, siempre frustrados, a emprender el mismo camino sin lograr su objetivo, ¿podría creerse que bárbaros incultos, apenas conocedores del arte de la navegación, con barquichuelos insignificantes hechos de un tronco ahuecado o de corteza de árboles, adornados con pieles de animales, habrían salido airosos en sus largos caminos por el mar proceloso hasta llegar a las desconocidas costas de América? A no ser que sea cierto que existe un estrecho que separa a Asia de América, como dicen que encontró un afortunado explorador inglés. En efecto, éste descubrió los errores de un mapa ruso, siguió el camino indicado en el mismo, desde California con dos naves cuyos nombres eran Resolución y Discovery; mientras confió en esos datos erróneos, corrió una y otra vez gravísimos peligros, tal como han escrito los ingleses. Pero cuando encaminó sus embarcaciones hacia el Norte, encontrando la línea continuada del litoral americano, puso fin a tantas cavilaciones, y halló los últimos confines de América y de Asia, observando que éstos están separados por un angosto estrecho; y siguiendo un poco más al Norte advirtió que el mar es poco profundo. Cook anotó el grado de longitud y de latitud en que estaban estos límites, pero que yo sepa, /11 todavía no ha sido divulgado por los ingleses. Partiendo de las observaciones que realizó este sagaz capitán, no es lícito conjeturar sin peligro de error; estos límites extremos de Asia y América están situados entre los grados 65 y 67 de latitud Norte, y alrededor de los 200 de longitud Este del meridiano de Greenwich; en este punto se ubicó en otro tiempo a la tierra Nitada o a América de D. Maty. La carta geográfica de los rusos editada, por Engel difiere mucho de esto; pone muy hacia el S. O. el extremo de América. Estas dudas y controversias se disiparán, espero, cuando los ingleses divulguen aquellos diarios de navegación del capitán Cook que, si no hubiera muerto por las flechas de los enfurecidos bárbaros, habría echado mucha luz en este asunto tan oscuro, sobreviviendo a tantos mares y tempestades. Esperemos también ávidamente lo que nos anuncian los rusos que hace poco exploraron aquellos mares para retomar la controversia. También el celebrísimo Robertson los explorará con más claridad y detenimiento.

Nadie ignora que el tránsito desde Europa septentrional hacia América se realiza por el N./O. En el año 830 los noruegos descubrieron Groenlandia, establecieron allí colonias y con frecuencia las visitaron. Los ingleses, suecos y daneses exploraron hasta las extremas costas del Norte. Pero ya por los glaciares (que el capitán danés Juan Münkens testificó que eran de 300 a 360 pies de alto), o por la ferocidad de los bárbaros que se les interpusieron, no pudieron proseguir. Quienes recorrieron en el siglo pasado las costas de Groenlandia que miran al N. O., anunciaron que están separadas /12 de América por un angosto estrecho que probablemente sea la conexión con este continente; ése es el camino de los navegantes groenlandeses que tienen comercio con sus habitantes; por otra parte los bárbaros americanos llamados esquimales son semejantes a aquellos en la conformación del cuerpo, los vestidos y el modo de vivir. Todo esto es narrado por Granzius en su historia de Groenlandia. Si esto fuera cierto o verosímil, no quedaría duda alguna sobre el origen de los americanos. Pero en vista de la gran variedad de pueblos que habitan en la inmensa América y de sus notables diferencias, en cuanto a lengua, costumbres, vestidos y ritos, siempre me pareció que no habría un origen común y una patria única para todos los americanos. Yo que he vivido tantos años entre las tribus autóctonas, me río y desprecio a los autores que afirman que un indio es tan parecido a otro como un huevo a otro huevo. En verdad sobre este asunto que fatiga la curiosidad de muchos, se divaga muy libre y malamente; pero yo, en fin, no lo he iniciado.

Aunque no osaría afirmar de donde llegaron los abipones en otro tiempo, sin embargo diré por dónde deambulaban hoy día. Los caseríos de los abipones, que están distribuidos en varias tribus, se ven en una gran extensión de tierra que va de Norte a Sur desde el río Grande o Iñaté al territorio de Santa Fe y por el Este desde el Oeste del río Paraguay, y se cierra con los límites del río Paraná, y con la región de Santiago del Estero. No practican la agricultura ni tienen un domicilio fijo y estable, y andan de aquí para allá en perpetua migración, ya en busca de agua o comida, ya por temor a algún enemigo cercano. Son los más diestros entre los /13 ladrones. Llevada la destrucción a las colonias españolas del sur, se retiran al norte, y luego de maltratar a la ciudad de Asunción con sus muertes y latrocinios se dirigen rápidamente hacia el sur. Si atacan con sus armas enemigas las fundaciones guaraníticas o la ciudad de Corrientes, se alejan con sus familias a los escondites del Oeste. Si invaden los campos de Santiago o de Córdoba, se ocultan sagazmente con sus compañeros en las lagunas, islas o cañadas que por todas partes las hay en el Paraná. Y ocultándose y alejándose de este modo, se sustraen a los ojos y a las manos vengadoras de los españoles, que impedidos tanto por el desconocimiento de los caminos como por su aspereza, de ningún modo pueden vengar las injurias recibidas de los bárbaros. A veces los españoles se ven obligados a volverse porque se les interpone una laguna o estero que los indios atraviesan como en un juego.

Aunque carecen de moradas fijas, casi no hay lugar de esas regiones de abipones que no tengan un nombre que deba su origen a algún acontecimiento memorable o a alguna propiedad de esa región, tal como en otro tiempo fue usual entre los hebreos. Quiero mencionar aquí algunos lugares más conocidos: así Netagranàc Lpatáge, nido de aves, porque a semejanza de las cigüeñas, cada año anidan en un gran árbol de este lugar. Niquinránala, cruz, pues en otra época fue fijada una por los españoles, Nihírenda Leënererquie, cueva de tigre. Paët latetà, gran grieta. Atopèhenřa lauaté, albergue de /14 los lobos marinos. Lareca caëpa, altos árboles. Lalegraicavalca, cositas blancas; habían matado tantos animales en ese lugar, que todo el campo blanqueaba por los huesos desecados de los cadáveres. Otros lugares tomaron el nombre del río que los alimenta. Los más conocidos son: Evò ayè. Paraná, o Paraguay, Iñaté, Grande o Colorado, Ychimaye, Arroyo del Rey para los españoles. Neboquelatèl, madre de las palmas, Malabrigo para los españoles, Narahagem Inespin, Lachaoquè, nâuè, ycale, etc., Río Negro, Verde, Salado, etc. Omito otros caudales menores, que son múltiples y sin nombre.

Ya dije que en el siglo pasado los abipones habitaron las costas del río Grande o Iñaté; pero, movilizadas las tropas desde Tucumán, se dirigieron al Chaco, más a causa del ruido de las armas que por imposición de los vencedores. En el siglo en curso, hacia el año 60, ya serenados estos sucesos, numerosas familias de abipones se habían retirado nuevamente hasta el río Grande o hasta los más recónditos lugares al norte del mismo por temor a los españoles, a quienes no obstante ocasionaron grandes daños en sus reiterados asaltos. La última colonia de abipones, a la que se dio el nombre de Rosario, distaba casi diez leguas al norte del río Grande, ubicada en el sitio en que los bárbaros, que se llaman a sí mismos Nataquebit, habían tenido sus viviendas un poco antes. Esta colonia fue fundada por mí, y fui también su cuidador; ya hablaré de ella en otro lugar.

Unas pocas cosas he de decir de paso sobre el nombre /15 de estos indígenas de los que me estoy ocupando. Los abipones son llamados Callagaik por los mocobíes, tobas y yapitalakis; comidi por los guaycurúes; luc-uanit, por los vilelas, que significa "hombres habitantes del sur". En otro tiempo los españoles los llamaron Callegáes o frentones, por su gran frente, pues por arrancarse los pelos hasta tres dedos del cráneo, parecía que la frente se prolongaba en una afectada calvicie. Será ridícula la etimología que hace derivar del griego Ιππος caballos y a privativa; del mismo modo que a los ignorantes de la divina religión llamamos ateos, así, abipones significaría hombres sin caballos. ¿Qué cosa más absurda y hasta más repugnante puede decirse? Aunque, como los demás americanos, antes de la llegada de los europeos no conocían ni de nombre a los caballos, sin embargo no creo que en este momento haya ningún pueblo de esta tierra que posea más caballos que los abipones. En sus colonias conocí a algunos que poseían cuatrocientos o más caballos. Y esto no admire a nadie. En aquellas inmensas planicies erran infinitos grupos de potros salvajes que capturan sin ningún trabajo y sin que nadie se oponga, los doman en poquísimo tiempo y los conservan con la ayuda de la madre naturaleza sin ningún gasto, ya que en el campo encuentran agua, forraje y establo. No falta al abipón industrioso cuantos caballos quiera. En el transcurso de una guerra a menudo en una invasión arrebatan de una vez tres o cuatro mil equinos de los campos españoles.


CAPÍTULO II /16

SOBRE EL COLOR NATIVO DE LOS AMERICANOS



Cuando los pintores reproducen al hombre americano, lo representan de color oscuro, nariz torcida y chata, ojos amenazantes, abdomen prominente, desnudo de pies a cabeza e hirsuto, más semejante en todo a un fauno que a un hombre; monstruo en la forma, corvo de hombros, armado de arco, flecha y clava, coronado de plumas de colores; les parece que han realizado de modo perfecto la imagen del hombre americano. Y en verdad yo mismo, antes de conocer América, me los había figurado así in mente; pero mis ojos me mostraron mi error. Ya en otro tiempo dije que esos pintores a quienes concedí fe son calumniadores del pueblo americano, al modo de los poetas; éstos pintan con palabras, aquellos engañan infamemente con el pincel. Entre los incontables indios de muchas tribus que conocí de cerca, nunca vi aquellos vicios de forma que por doquier se atribuyen a los americanos. Si dudas de mi palabra, cree, te lo ruego, a mis ojos. Yo he comprobado, que los americanos no son negros como los africanos, ni tan blancos como los ingleses, alemanes o muchos franceses; pero sí mas blancos que algunos españoles, portugueses o italianos. Son en general blancos; en algunas tribus son trigueños, en otras un poco más oscuros. Esta diferencia se debe en parte al cielo bajo el que viven, en parte a su modo de vida, o bien a los alimentos que emplean. Pero si atendemos al testimonio /17 de Ovidio que dice: "fuscantur corpora campo" (1), conviene más tener color oscuro a los indios que a diario se tuestan en el campo por el sol estival, que aquellos que viven inmersos en sus selvas nativas bajo cuya sombra se esconden eternamente, de modo que ni ven el sol ni pueden ser vistos por él. He visto a muchísimos salvajes de las selvas, de rostro tan blanco y hermoso que podrían ser tenidos por europeos si se les adornara con ropa europea. Las mujeres son siempre más blancas que sus maridos porque salen menos fuera de sus casas, y cuando hacen un camino a caballo, por un sentimiento innato de pudor, cuidan más que el sol no las lastime y cubren su rostro con una sombrilla hecha con largas plumas de avestruz.

A menudo me he admirado de que los aucas, puelches, patagones u otros pueblos habitantes de la tierra magallánica austral, de donde vienen los fríos hasta Paracuaria, vecinos al polo y cercanos a los rígidos Andes, en donde hay tanta nieve, sean de rostro más oscuro que los abipones, mocobíes, tobas y otros pueblos que viven a unos 10 grados al Norte donde el clima es más cálido. ¿Quién ignora que los ingleses, franceses, suecos, daneses, belgas o alemanes, nacidos bajo un cielo más frío son por lo general de rostro más blanco que los españoles, portugueses e italianos, que viven bajo un cielo más caliente? Por lo mismo, los indios australes, que viven en la región más fría de Paracuaria son menos blancos que los abipones, habitantes del Norte, quienes soportan vientos más ardientes. Entrego con gusto esto a los naturalistas para que lo discutan. ¿No influirá en algo la variedad de alimentos? La carne de avestruz y de caballo que abundan en sus campos, son casi los únicos alimentos de aquellos bárbaros del sur. /18 ¿No contribuirá este factor al oscurecimiento de sus cutis? Pues los historiadores refieren que los groenlandeses, sepultados casi entre nieves eternas, no son de color blanco, sino entre el negro y el amarillo, y atribuyen esto a la grasa de ballena, que es uno de sus constantes alimentos, sea como comida o bebida. Como si dijéramos que tanto como el calor ardiente del sol, así la brisa del frío riguroso quema la blancura de sus cuerpos. Si esto es así, pregunto yo ¿por qué, los habitantes de Tierra del Fuego, en el grado 55 de latitud, en los últimos confines de América austral no son medianamente blancos? Están muy próximos al polo antártico, y el calor llega allí en el mes de enero, cuando los europeos sufren el frío; y en el mes de marzo, que es parte del otoño, los montes se cubren de nieve y un frío intenso desciende por todas partes. Los navegantes españoles que me trajeron a Europa, me confiaron esto muy ampliamente. Pues cuando un poco antes habían estado en la isla Maloina o Malvina, o como otros dicen, Macloviana, vecina a Tierra del Fuego no cesaban de hablar del frío espantoso que soportaron allí. Contaban que en ese lugar la nave fue obstruida por la nieve, sus cuerpos se congelaban, las manos se les ponían rígidas de tal modo que a no ser porque se calentaban bebiendo vino quemado, no hubieran podido desempeñar las tareas de la navegación. ¡Cómo nos arrojan nuevamente la sospecha de que estos pueblos del sur tienen su origen en Africa, trayendo a América su color tan oscuro! Si esta opinión hace reír a alguien, considere una y otra vez con qué cálculos habrían atravesado ese mar inmenso que separa Africa de Paracuaria sin usar la brújula. /19

Ya que se hizo mención a los habitantes bárbaros de las costas magallánicas, es oportuno tratar aquí la opinión sobre los patagones que hace tiempo está arraigada en los espíritus de la mayoría. No pocos escribieron que éstos son gigantes con la fuerza del cíclope Polifemo, y mucho más lo estiman todavía; pero créeme en verdad, que aquellos se equivocan y éstos se engañan. En los comentarios sobre la expedición del holandés Olivier Von Nord, que en 1598 circunnavegó todo el orbe en viaje continuado de tres años, se cuenta, al narrar la travesía del estrecho de Magallanes, que los patagones tienen diez y once pies de altura (2). Parece que estos buenos hombres miran a aquellos bárbaros con microscopio, o que usan otro metro. En el año 1766 los capitanes Wallis y Casteret midieron a los patagones y afirmaron que tenían sólo seis pies, o alrededor de seis pies y seis pulgadas. En 1767 el célebre Bougainville, nuevamente los midió y los encontró de la misma estatura que Wallis. El Padre Thomas Falconer, inglés, filósofo y médico, que fue compañero mío en Paracuaria, apóstol durante muchos años en la región magallánica, se ríe de la opinión de los europeos que cuentan a los patagones entre los gigantes y atestigua que el cacique de esta zona, cacique Kangapol, que superaba a otros por su estatura, mediría unos siete pies. Acepta tú, también, mi testimonio como de testigo ocular. Recién llegado de Europa, vi en la ciudad de Buenos Aires un grupo de estos bárbaros. No medí a ninguno, pero hablé con muchos por medio de un intérprete; es verdad que la estatura de la mayoría es grande, pero no tanta que merezcan ser considerados como gigantes. Tendrían que llamarse /20 también gigantes a todos los indios de Paracuaria: abipones, mocobíes, lenguas, o oaécacalot, mbayás. La mayoría de estos no exceden en estatura a los patagones, aunque no se les parecen en el cuerpo tan grande, el rostro más oscuro y las formas menos graciosas. Los jinetes que vemos diariamente en los ejércitos europeos, o en las ciudades o en las viviendas rurales, no son inferiores a los patagones. Esta leyenda sobre los patagones gigantes nació o fue confirmada por unos huesos hallados en aquellas costas que pensaron serían de los naturales. Esa fue la opinión de algunos que en el siglo pasado recorrieron las llanuras magallánicas y se afirmaron en que, en puerto Deseado habían sido vistos restos humanos de dieciséis pies. Los españoles enviados por el Rey Católico, tal como ya referí, para inspeccionar aquellas costas en el año 1745, encontraron allí tres calaveras de los bárbaros, pero no las hallaron de un tamaño extraordinario. El Padre Thomás Falconer, al que recién mencioné, dice que también encontró en las costas de Carcarañal o Río Tercero, afluente del Paraná, varios huesos gigantes: fémures, grandes costillas, fragmentos de cráneos, dientes molares que medían en la raíz tres dedos de diámetro. Otros sostienen que frecuentemente se desenterraron huesos así en las costas del Paraguay. También el Inca Garcilazo de la Vega, el Livio del imperio peruano, escribe lo mismo sobre el Perú, y cuenta que entre los indios del Perú subsiste la opinión recibida de sus antepasados de que en otro tiempo los gigantes que habitaban sus tierras habían sido exterminados por Dios en castigo al pecado sodomita. Pero habrás de saber /21 que de sus palabras no puede deducirse la verdad histórica. Con frecuencia en las historias se imponen comentarios arbitrarios de los antiguos en lugar de documentos de los antepasados. Concedamos en verdad que los huesos hallados aquí y allá – que podrían ser de ballenas u otros animales – hubieran sido de gigantes. Pero no por eso ha de afirmarse que la tierra donde fueron hallados haya sido tierra de gigantes. Esos huesos pudieron ser traídos desde costas lejanas por el aluvión de los ríos. Con frecuencia leemos que en las entrañas de montes muy altos fueron hallados huesos de elefantes, anclas, pedazos de embarcaciones muy grandes que sin duda han sido llevados en otro tiempo por pasajes subterráneos. Lee el mundo subterráneo de Kircher, lee a otros autores que tratan este asunto. Cree lo que quieras sobre los huesos de los gigantes, pero, te lo ruego, deja de tener a los patagones por hombres gigantescos.



CAPÍTULO III

SOBRE LA FORMA DE LOS ABIPONES Y LA CONFORMACION DE SU CUERPO



Los abipones son casi siempre de formas nobles, rostro hermoso y rasgos similares a los europeos, salvo el color que, como ya dije, no es totalmente blanco en los adultos, pero /22 sin embargo está muy lejos del de los africanos o los mestizos. Son naturalmente blancos al nacer, y se oscurecen un poco, en parte por el calor del sol, en parte por el humo. Se pasan casi toda la vida cabalgando por los campos abiertos al sol; y en sus chozas que son al mismo tiempo dormitorio, comedor y cocina, encienden día y noche un fuego en el suelo; necesariamente se ennegrecen por el calor y el humo. Cuando sopla una brisa un poco fresca, acercan el fuego al lecho o bajan la hamaca colgante en la que duermen; y de este modo se ahuman lentamente como jamones de cerdo colgados de la chimenea. Las mujeres de los abipones son más blancas que los varones porque cuando cabalgan a campo abierto cubren su rostro con una sombrilla. Pero los hombres, como quieren ser más temidos que amados por sus enemigos, tratan de aterrar a los que les salen al encuentro, pues cuanto más tostados por el sol, y más desfigurados por cicatrices están, más hermosos se creen.

Los ojos de casi todos los abipones son negros, un poco pequeños; pero ellos ven con mayor agudeza que nosotros que los tenemos más grandes. En efecto: distinguen cosas muy pequeñas o lejanas, que los europeos, tan perspicaces en otras cosas, no alcanzan a distinguir. A menudo en nuestras travesías vimos que corrían a algún animal muy distante, pero nosotros no podíamos adivinar cuál sería. En ese caso un abipón no dudaba en decir si era caballo o mula, si era blanco, negro o tordo; y siempre comprobamos que había acertado. Una vez caminaba el Padre José Brigniel, compañero mío /23 en el pueblo de San Jerónimo, que era realmente menudo de cuerpo. Un abipón de gran estatura que estaba subido a un caballo alto le descubrió una pulga que tenía en la cara, y exclamó: Haraì Pay netequink loâparàt. "¡Mira tu pulga, Padre mío!". Deduce de esta pulga el poder de sus ojos. Estos bárbaros distinguen los pequeñísimos cuerpos de las abejas que vuelan arriba y abajo por las flores de los prados. Tales ejemplos son suficientes para probar la agudeza de su vista aunque podría traer muchos casos más. Ven mejor que nosotros con la ayuda del microscopio o anteojos.

Los abipones se caracterizan por la proporcionada conformación de los demás miembros, como algún otro pueblo de América. Recuerdo casi no haber visto alguno con la nariz chata como en la mayoría de los negros, estrecha, corva, casi más gruesa de lo justo, con frecuencia aguileña, aguda y algo más larga de lo normal. Las muchas deformaciones y defectos del cuerpo, tan frecuentes entre los europeos, son aquí muy raras y ni siquiera conocidas de nombre. Nunca verás a un abipón jorobado, con papada, labio leporino, de abdomen hinchado, piernas abiertas, pies torcidos, o tartamudo, pronunciando la r en lugar de la s. Lucen dientes blancos, y casi todos ellos los llevan intactos hasta la tumba. A veces en Paracuaria se da el caso de caballos pigmeos; pero un abipón nunca es pigmeo, como ningún otro pueblo indio. Entre tantos miles de indígenas que he conocido, no vi ni uno enano. /24 Casi todos los abipones son de tal estatura que podrían formar parte del batallón de pyrobolarios austríacos, si su grandeza de alma respondiera al tamaño del cuerpo. En cuatro colonias abiponas, y no conté en más, conocí en siete años, sólo a tres que, contra lo habitual en su pueblo, eran de cuerpo menudo, pero de tal animosidad y destreza militar, que tenían la mejor fama por sus hazañas. El primero fue el cacique abipón Debayakaikin, a quien los españoles apodaron el Petiso por su baja estatura, pero que en todo el ámbito de la provincia fue en su tiempo terrible. Frecuentemente lo recordaré en este relato. El otro, Eevachichi, primero entre los vencedores. El tercero, Hamihegemkin, sagaz para los trabajos de la guerra, intrépido y astuto. Una vez que nuestra colonia temblaba por la llegada de numerosos enemigos, estando casi vacía porque sus habitantes habían salido de caza, él dio pruebas de tal ingenio belicoso, que con astucia y audacia arrojó a los enemigos en una fuga precipitada. Y no te admires que hombrecitos tan pequeños encierren espíritus tan grandes. A menudo hay más espíritu donde hay menos cuerpo. Así dice Estacio en la Tebaida, I: "Maior in exiguo regnavit corpore virtus". (3) Y Claudio, en De Bello Getico, alabando al pueblo alano, muy belicoso: "Cui natura breves animis ingentibus artus finxerat, immanique oculos infecerat ira". (4) ¿Qué cosa hay más picante que el pequeñísimo grano de pimienta? A veces en América son más ponzoñosos los escorpiones u otras alimañas del tamaño de un palmo, que grandísimas serpientes. Alejandro de Macedonia y Atila, jefe de los hunos, fueron ambos de cuerpo pequeño y los más célebres por su espíritu guerrero. Perdona, te ruego, que use ejemplos tan grandes en cosas tan pequeñas. No ignoro que Alejandro y Atila nunca podrán compararse con los bárbaros Debayakaikin, Kebachichi y Hamihegemkin, pues éstos desvastaron las soleadas tierras /25 de los españoles paracuarios y sus campos; aquéllos subyugaron a provincias y ciudades fortificadas, como flagelo del mundo y rayo de guerra.

Los abipones como ya dije en otro lugar, carecen de barba, y lucen un mentón pelado según es lo común entre los demás indios que nacieron de antepasados indios. Si ves a alguno un poco barbado, no dudes que su abuelo o algún otro antepasado fue de origen europeo. ¿Por qué los americanos son todos imberbes? Es una cuestión que cuanto más se la quiere resolver, se envuelve en nuevas dificultades. ¡Quién descubriera el arcano de la naturaleza que hará el gran Apolo! No niego que a veces les crece una pelusa, como crece el trigo aquí y allá en campos arenosos y estériles. Cuidan de no mantener esta tierna pelusa, que nadie llamará barba, y se empeñan en arrancarla de raíz una y otra vez. Una vieja hace el oficio de barbero. Apoya en su regazo la cabeza del abipón que va a rasurar, rocía su rostro con abundante ceniza caliente y lo frota, con lo que suple al lilimento. Luego arranca los pelos uno a uno con las puntas de una tenaza o pinza. Los bárbaros afirman que este trabajo se cumple sin dolor, y para convencerme de esta verdad, algunos de ellos quiso aplicar la tenaza a mi barba; casi no podía desembarazarme de las manos del funesto peluquero. Por lo tanto preferí creerle, antes que tener que llorar. El uso de la navaja no fue ni muy antiguo, ni universal. Los antiguos no usaban las tijeras, ni /26 quitaban las barbas con pinzas, ni quemaban con carbón encendido. Varrón lo atestigua en De re rustica, Libro I, capítulo II: "Lanae vulsuram in ovibus, quam tonsuram antiquiorem esse: post Roman conditam anno quadragentesimo quinquagesimo quarto tonsores (virorum) primum ex Sicilia in italiam venisse a P. Ticinio Mena adductos." (5) No te admires por esto que refiero de que los bárbaros paracuarios prefieran la pinza a la navaja.

Los abipones soportan en silencio el dolor que les produce la anciana con la tenaza, con tal de tener un rostro suave y depilado, ya que desprecian uno hirsuto y áspero. Ni los hombres ni las mujeres conservan los pelos accesorios de los ojos, pues arrancan del mismo modo tanto las pestañas como las cejas. Esta desnudez de los ojos, aunque los afea terriblemente, es tenida por ellos como signo de elegancia y hermosura. Reprueban y desprecian a los europeos cuyos ojos los atemorizan con sus cejas densas, y dicen que los alemanes son hermanos de los avestruces, porque tienen cejas más espesas que éstos. Creen que la vista será molestada y obnubilada por esos pelos. Cuando van a la selva en busca de miel, y vuelven a sus casas con las manos vacías, rápidamente se excusan diciendo que les crecieron las pestañas y las cejas, y que no pudieron ver a las abejas que volaban ni los indicios de las colmenas. Esta costumbre de llevar los ojos desnudos nos parece ridícula, pero está confirmada por el ejemplo de los antiguos, si das fe a Herodoto en Euterpe, que cuenta que en Egipto los sacerdotes rasuraron todo el cuerpo, la cabeza y las cejas de Isis; y para que no le creciera ningún pelo, repitieron la operación al tercer día. Marcial, aludiendo a estos sacerdotes de Egipto, /27 cantó: "Extirpa, mihi crede, pilos de corpore toto." (6). Laertio, refiere que Eudoxio el Geómetra, se rasuró las cejas y las pestañas, y Synesio lo confirma en su encomio a la calvicie. También la ley impuesta por mandato divino a los hebreos: "Levitae radans omnes pilos carnis suae". (7), Números, 8. C. Existe, pues, la creencia que a los antiguos agradó la costumbre de extirpar los pelos, tal como hoy día entre los abipones, mocobíes, tobas, guaraníes y otros pueblos de jinetes en Paracuaria. Pasemos de los pelos a los cabellos.

Todos los abipones poseen abundante cabellera, más negra que el cuerpo; este es el color común a todos cuantos he visto por las regiones de Paracuaria. Si naciera un niño albino o pelirrojo sería tenido por un monstruo, apenas tolerable entre los humanos. Varían en el modo de arreglarse el cabello, según la tribu, el tiempo y la situación en que se encuentren. Los abipones salvajes, que aún no vivían en nuestras reducciones, usaban el pelo dejando un círculo alrededor de la cabeza al modo de los monásticos; tal la costumbre que observé entre los indios de Mbaevèrà y otros pueblos. Sin embargo, las mujeres mbayás, se rapan toda la cabeza pero dejan un mechón de pelos que levantan desde la frente hasta la nuca, como el penacho de un casco militar. Como los bárbaros carecen de navajas o de pinzas, usan para tal fin una concha que afilan en una piedra o la mandíbula de una palometa. La mayoría de los abipones que vivían en nuestras colonias se recogían los cabellos moviéndolos según la costumbre de los soldados europeos. También sus mujeres se recogen los cabellos, aunque los envuelven en una banda blanca de algodón. Cuando entran al templo, o, según una antigua costumbre, se lamentan de /28 alguna muerte, sueltan su cabellera y la dejan caer sobre los hombros. Por el contrario los indios guaraníes, mientras vivían en las selvas sin conocer la religión, se dejaban crecer el cabello. Ahora, después de haber abrazado la religión en nuestras colonias, se lo cortan según la costumbre de los sacerdotes. Pero las mujeres guaraníes en las mismas colonias, célibes o casadas, se lo dejan crecer, lo recogen y atan con una banda blanca de algodón, tanto en la casa como en la calle. Cuando entran a los oficios religiosos, se lo sueltan y lo dejan caer por la espalda. Todos los americanos están convencidos que esta observancia es muestra de la reverencia que se debe al lugar sagrado. Ruborícense los europeos que osan poner el pie en el templo no sólo adornados con rizos, sino cargados de mil odornos.

De mañana, las mujeres abiponas tienen el trabajo de arreglar el cabello de sus maridos, trenzándolo y atándolo, y peinan los mechones de los niños con una cola de oso hormiguero a modo de peine. Muy raramente encontrarás una cabellera de indio rizada por la naturaleza; por el artificio jamás. Encanecen muy tardíamente, y muy pocos son calvos. Es digno recordar y celebrar la costumbre de los abipones, tobas, mocobíes, que sin distinción de sexo o edad se quitan continuamente los cabellos desde la frente como tres dedos de ancho, de modo que parece una calvicie en la mitad delantera de la cabeza; ellos llaman a esto Nalemra y lo juzgan un signo de nobleza y religiosidad. Una vez un matrimonio /29 de embusteros (habían fingido ser consumados médicos y sacerdotes) rasuraron de ese modo a sus dos hijos recién nacidos. Esta ceremonia es para ellos como la circuncisión entre los hebreos o el bautismo para los cristianos, y creo que estos bárbaros de la Paracuaria la recibieron de pueblos muy antiguos del Perú. Pues bien, esos padres rasuraron con una piedra afilada a modo de cuchillo los primeros cabellos de sus hijos, como signo de consanguinidad y admisión en su parentesco, y así consagrados, fue impuesto el nombre a los niños. Esta costumbre de rasurar la mitad de la cabeza fue muy antigua en otros pueblos fuera de América. Así Plutarco en el Teseo, cuenta las cosas que hacían para no exponer sus cabellos en combate: "Verum cum pugnacissimi essent Germani, et cominus certare cum boste praecipue didicissent – – – igitur ne ex crinibus occasionem adversariis se invadendi praeberent, eos tondebant". (8) Cuántas veces leemos que los franceses echan las puntas de sus cabellos sobre la frente para parecer más terribles al enemigo.

Una antigua costumbre establecida entre los abipones es que las viudas, para lamentación de las mujeres y gozo de los hombres, deben raparse la cabeza y cubrirse con una capucha de color ceniza y negro, tejida con hilos de caraguatá, que no pueden quitarse hasta contraer nuevas nupcias. Otra ceremonia consiste en cortarle la cabellera al viudo y cubrirle la cabeza con una red que no debe sacarse hasta que crezca nuevamente el pelo. Para demostrar el luto por la muerte del cacique, todos los varones se cortan la cabellera. Entre los guaraníes cristianos, se considera una pena deshonrosa y llena de ignominia el castigar a una mujer de mala vida rapándola. ¡Eh! ¡Cuántas transformaciones en el cabello de los /30 bárbaros! Pero en verdad parece que no fuera ninguna al lado de las de los cultísimos europeos; vemos y nos reímos de la variedad de peinados y de las invenciones que surgen cada dos años, como si no hubiera otro asunto más que el tratamiento del cabello. Tal como dice Séneca en su libro Sobre la Brevedad de la Vida, Capítulo II: "Quis est istorum, qui non malit rempublicam turbari, quam contam suam? Hos tu otiosos vocas inter pectinem, speculumque occupatos? Nemo illorum, qui non comptior esse malit, quam bonestior". (9). Ya expuse sobre la forma hermosa que la naturaleza dio a los abipones. Resta ahora por hablar de lo que la altera.



CAPÍTULO IV

DE LAS DEFORMACIONES HEREDITARIAS Y COMUNES



El cuidado de la hermosura es innato entre los bárbaros, pero para lograrla, emplean tales medios que la pierden; cuanto más quieren adornarse más se estropean y afean. Por todas partes verás entre ellos a niños y niñas elegantes por la proporción de sus miembros, su color, su voz y suavidad que muchos europeos envidiarían. Pero esta elegancia, como en las flores, se marchita al crecer; su elegancia nativa, por estigmas /31 y otras muchas costumbres que paso a referir, es borrada. Cuando los europeos quieren embellecerse, andan a la caza de modos extranjeros y nuevas formas de adornar el cuerpo. Los abipones depravan sus formas para ser terribles, y respetan hasta la locura las antiguas costumbres de sus mayores. Un ejemplo de ello son las marcas que hombres y mujeres estampan en sus caras. Graban estas líneas con una aguda espina y la ennegrecen cubriendo la herida con ceniza caliente, con lo que quedan indelebles. Estas marcas son hechas con distintivos de familia y consisten en una cruz impresa en la frente, dos líneas desde el ángulo de los ojos hasta las orejas, líneas transversales y arrugadas como una parrilla encima de la raíz de la nariz, entre las cejas. Las viejas son las encargadas de grabar esos trazos con espinas que no sólo pinchan la piel, sino que las clavan en la carne viva hasta que mana sangre; dichos trazos se ennegrecen por la ceniza, como ya dije, y no podrán borrarse en ningún tiempo ni de ningún modo. Qué indican esas figuras, qué presagian, no lo sé, ni lo saben los mismos abipones que se marcan con ellas. Ellos sólo saben que han heredado esa costumbre de sus mayores y les es suficiente. La mayoría de los pueblos americanos carecen de un vocablo que signifique cruz. Cuando fueron instruidos en la religión cristiana adoptaron el vocablo que en latín es crux y en español cruz, y que otros corrompen de diversas formas: los indios peruanos la llaman en lengua quichua, cruspa; los guaraníes, curuzú; los chiquitos, curuzis; los Zamucos y los que hablan su misma lengua: ygaroni, kaipotades, karaoi, tuachi, ymonii, etc., la llaman curuzire; los lules, isistines y vilelas la llamaron /32 correctamente cruz, según la palabra española. Muchos pueblos de Paracuaria, sin embargo, tienen un vocablo propio para denominarla. Los abipones la llaman Likinránala; los mocobíes, Latízenranras; los tobas, Lotisdagañadae; los mataguayos o ychibayos, Lekakilús; los mbayás, Nikenága.

No sólo vi cruces grabadas en la frente de algunos abipones, sino también cruces negras tejidas en los vestidos rojos de muchos de éstos. Esto es admirable ya que de ningún modo habían sido instruidos en la religión de Cristo ni conocían el valor de la Santa Cruz. Quizás algo aprendieron con el contacto de los españoles que cayeron cautivos de los abipones o por los abipones cautivos de aquéllos. Pero podríamos decir que esta expresión de la cruz entre tales indígenas es más antigua que la llegada de los españoles a América. Es cierto que quizás ya entonces se veneraba entre los incas peruanos una espléndida cruz esculpida en mármol que algunos llaman jaspe cristalino. Tenía una altura de tres codos y un espesor de tres dedos; excelente en todos sus ángulos. Aquella cruz fue en verdad una magnífica obra de arte, pero obra de qué artífice, en qué tiempo fue fechada o de dónde fue traída, es algo que nunca se supo. Fue conservada siempre en el palacio real de la ciudad de Cuzco, en el lugar sagrado que llaman huaca; cuando los españoles conquistaron el Perú, la trasladaron al templo de la ciudad, ya que fue entregada junto con el tesoro real como botín de guerra. Me parece verosímil que la noticia de la cruz o su estima haya sido traída desde Perú a Paracuaria, junto con otros ritos, por los indios peruanos que emigraron por temor a los españoles. Me viene a la /33 memoria lo que refiere Nicephorus, I, 18, cap. 20: "fueron enviados a Constantinopla, al rey persa, unos turcos que llevaban tallada una cruz en sus frentes; cuando se les preguntó el por qué de ese signo, respondieron que los cristianos les habían enseñado el gran valor para rechazar la peste, y que ellos habían experimentado la verdad de esto". También el Diácono Paulo recuerda estas cruces grabadas en la frente de los turcos por consejo de los cristianos, y el Cardenal Baronio atestigua que hacia el año 591 los turcos sobrevivieron inmunes a la peste por este hecho. Los jacobitas, herejes sectarios de Jacobo el sirio, esculpían una cruz en su frente con un hierro candente, tal como refiere el abad Joaquín en el apéndice de los pueblos cristianos. El dicho de San Juan Bautista: "Ipse vos baptisabit in Spiritu Sancto et igni" (10), Mt, v. 11, fue interpretado erróneamente por los jacobitas, dando pie a su herejía; pues esta cruz marcada con un hierro candente en la frente de los catecúmenos, fue tenida por ellos en lugar del bautismo. En tiempos tranquilos para la Iglesia, en que los cristianos de la antigüedad profesaban impunemente la religión de Cristo, grababan en sus manos con un hierro el nombre de Cristo; también los negros alarues aunque ignorantes de la religión cristiana, llevan impresa una cruz en el brazo. Muchos navegantes españoles y portugueses, que yo mismo he visto tantas veces, la llevan estampada en los brazos, para que en caso de caer en cautividad de los moros, puedan ser rescatados por los cristianos. Pero con qué fin los bárbaros abipones imprimen la figura de la cruz en sus frentes y en sus vestidos, nuevamente confieso que lo ignoro. No contentas las mujeres con estas marcas comunes /34 a ambos sexos, señalan también el rostro, el pecho y los brazos con imágenes negras de variados trazos, de modo que parecen unos tapices turcos. Abundan en figuras, más que en aquello que sería conveniente para ellas. Pero ese adorno bárbaro, se obtiene con mucha sangre y gemidos. Escucha la tragedia y si no te agrada el llanto de las niñas atormentadas, ríete de los insanos ritos de este pueblo. Se ordena signar a la adolescente de acuerdo al antiguo rito, al primer indicio de pubertad. Reclina su cabeza en el regazo de una vieja que está sentada en el suelo. Para ser pintada es punzada con una espina a modo de pincel; en lugar de pintura, se mezcla la sangre con cenizas. Es necesario desgarrar la piel para obtener un buen adorno. La cruel vieja describe los trazos, signos y líneas clavando muy hondo en las carnes las puntas de las espinas, de modo que por casi todo el rostro mana sangre. Y si la mísera niña se impacienta o gime de dolor, o retira la cabeza, es insultada con burlescos oprobios y vituperios: "¡Aparta esa insolencia!", exclama furiosa la vieja: "¡tú no eres grata a nuestra raza! ¡Monstruo a quien un leve cosquilleo de la espina resulta intolerable! ¿Acaso no sabes que tú eres progenie de aquéllos que tienen heridas y se cuentan entre los vencedores? ¡Avergüenzas a los tuyos, imbécil mujerzuela! Pareces más blanda que el algodón. No hay duda que morirás célibe. ¿Alguno de nuestros héroes te juzgará digna de su unión, medrosa? Si me dejas cumplir esta costumbre manteniéndote quieta, yo te devolveré más hermosa que la misma hermosura". La jovencita, aterrada con estas palabras y exclamaciones, como no quiere estar en boca de todos ni ser materia de las habladurías de sus compañeras, no osa decir nada, y ahoga en el silencio el dolor agudo; y con la frente serena y los /35 labios apretados, tolera, por temor a los gritos, el desgarrón de las púas, que ni siquiera se termina en un solo día. Pues hoy es devuelta a su casa con una parte del rostro lastimado por las espinas; pero para herirle la otra parte del rostro, el pecho y los brazos habrá que llevarla pasado mañana y muchas veces más. Entre tanto, hasta que se termine esta obra, es encerrada todos los días en la casa de su padre, cercada con cuero de buey para que no reciba la fresca brisa. Se alimenta con carne, peces y algunos frutos, no sé cuáles, de arbustos llamados Kakiè, Roayamì, Nanaprahete, ordenados religiosamente para estas comidas. No pocas veces este debilitamiento de la sangre le produce la fiebre terciana.

Con esta dieta de tantos días y la pérdida de tanta sangre, las adolescentes se debilitan. El mentón no es grabado como otras partes con punzadas sucesivas, sino con líneas rectas, que se hacen con un sólo trazo de la espina. ¿Qué son en verdad esas líneas, al modo de caracteres musicales? Algunas de las espinas parecen contener algo venenoso; por su punción los labios, las mejillas, los ojos, se hinchan de un modo horrible; el cutis se embebe del tinte negro de la ceniza con que lo cubren, de modo que te parecería ver alguna de las furias estigias mientras limpias a la niña que sale del tratamiento de la vieja, y que queda irreconocible. ¡Oh. cuánto distaba Niobe, Niobe de ella!, exclamarás. Los bárbaros padres de las niñas, se mueven a veces a compasión, aunque no piensan en abolir este inhumano rito. Sostienen que estas lastimaduras adornan a sus hijas, y que las preparan y orientan para poder sobrellevar los dolores del parto. Del mismo modo que detesté la crueldad y la dureza de corazón de aquellas viejas que así torturaban /36 a sus jóvenes víctimas, así también admiré su habilidad para realizar este trabajo; pues diseñan unas y otras figuras con admirable proporción de líneas y con gran simetría de trazos, tanto en uno como en otro maxilar; sin embargo no usan más instrumentos que unas espinas de variado tamaño. Cuantas mujeres abiponas veas, tantas variaciones de figuras encontrarás en sus rostros. Aquella que fuere más pintada, punzada con más púas, la reconocerás como patricia, y nacida en un lugar más noble. La cautiva o de estirpe plebeya, no dudes que apenas tendrá alrededor de su rostro tres o cuatro líneas negras. Entre los tracios, también refiere Herodoto en I, 5, que la faz de la mujer noble era herida por estigmas, en tanto que la faz de las que no eran patricias, estaba limpia, sin presentar señal alguna. Lo mismo confirma Prusaeus Dio, en la oración 14. Después que la disciplina cristiana fijó sus raíces en las colonias abiponas, fue eliminada por nosotros que los aconsejamos, esta funesta costumbre, y las mujeres conservan las formas que la naturaleza les concediera. Es digno de admirar, pero a la vez lamentar, que las europeas cristianas, desde niñas caigan en el ridículo, al utilizar con abuso el rojo y otros colores, para atraer a aquéllos a quienes quieren agradar. Cuando se pintan, hacen dispendio de su hermosura nativa del mismo modo que las americanas cuando se lastiman con espinas. Perdido el color natural, y reemplazado por el rojo, no traerá alabanzas, ni será aprobado por los ojos de los espectadores. /37



CAPÍTULO V

DE LOS LABIOS Y LAS OREJAS PERFORADAS DE LOS BARBAROS



Además de, estos estigmas del rostro, también usan otros para adornarse, según ellos creen, pero que sin embargo los desforma. En efecto, con su modo de mutilarse y perforarse, parecen apartarse de la figura humana y acercarse a la de los animales. Es común a los abipones, como a la mayoría de los indios americanos, atravesarse el labio inferior con un hierro o una aguda caña; una vez preparado el orificio, unos introducen en él una caña, otros un tubo lleno de huesos, vidrios y otras chucherías recibidas de los españoles. Este adorno es permitido sólo a los maridos, nunca a las mujeres. Esta costumbre fue abolida hace poco entre los abipones más modernos: pero rige todavía entre los guaraníes salvajes, mbayás, guanás, payaguás, etc. Los abipones llaman a los que aún la practican Pesegmek, por ese bárbaro apéndice del labio. Pero éstos se creen muy elegantes con dicho tubo que tiene el grosor de una pluma de escritor, largo como un palmo y que llevan colgado desde el labio hasta el pecho, no sin ostentación. Resultan temibles a los europeos por este instrumento de imaginaria belleza, pues son de soberbia estatura, llevan pintado todo el cuerpo en varios tonos de rojo, teñidos los cabellos de color púrpura semejante a la sangre, pegadas en las orejas las alas de un gran buitre, reluciendo su faz con globos de vidrios /38 que llevan colgados del cuello, los brazos, rodillas y piernas; y echando humo de tabaco por una larguísima caña. Así ambulan por las calles, aterrorizando por su aspecto.

Los guaraníes llaman Tembetá a esto que llevan colgando atravesado de los labios, de cualquier materia que sea; y mientras vagaban por las selvas, ignorantes de la religión, todos lo usaban. Incorporados en las colonias a la religión romana, desecharon este apéndice del labio; pero como no pudo cerrarse con ninguna argamasa, el agujero les ha quedado, por lo que hablan arrojando un poco de saliva y pronunciando con dificultad algunas palabras. Todos los indios plebeyos que conocí en la selva Mbae berá, tanto adolescentes como adultos, usaban en lugar de Tembetà una caña delgada y corta. Tres caciques tenían unos de una resina color oro que tiene todo el aspecto de dicho metal. El árbol Abatimbaby deja caer abundantemente aquella resina poco a poco de sus nódulos por la acción del calor del sol, y los salvajes la usan en sus tembetà dándoles forma de globitos, cruces u otras figuras. Se endurece como la piedra con el viento, y queda transparente como el vidrio, sin que pueda ser disuelta por ninguna sustancia. Si esta resina no fuera tan dura, se disolvería en los tembetà, llevados días enteros en los labios, por la saliva que siempre sale. A menudo lamenté que no fuera traída desde América, porque serviría para muchos usos en las fantasías europeas.

Y no es éste el único modo que tienen los bárbaros de atravesarse los labios. Los antropófagos, que los españoles llaman Caribes y los guaraníes Abaporú, que se ocupan en /39 cazar hombres por las selvas y devorarlos, no se traspasan el labio inferior, sino que se lo rasgan a lo largo, de modo que al cicatrizar la herida quedan como provistos de dos bocas. Andan esparcidos por las selvas; y consideran la carne humana como una golosina, estos indios de Brasil y Paracuaria; muchas veces fueron buscados, pero en vano y no sin peligro, por nuestros hombres para convertirlos a la religión. Algunos de ellos instruidos hace tiempo en la disciplina cristiana, decían que la carne de vaca, o de cualquier otro animal les resultaba fastidiosa e insípida, y ardían en deseo de carne humana. Conocimos a mocobíes y tobas que si les urgía el hambre y no tenían otra comida, se alimentaban con carne humana. Oprimieron con insidia a Alaikin, cacique de la fundación de Concepción, que con un grupo de los suyos se encontraba acampando en campos muy lejanos. La lucha duró un tiempo. Heridos los abipones, y dispersos en fuga, el cacique Alaikin fue llevado al campamento con algunos compañeros; enseguida fue asado y devorado por los hambrientos vencedores, que, satisfechos con el opíparo convite, se fueron triunfantes. Un niño abipón de doce años, que solía servirnos la mesa, fue entonces degollado por esos bárbaros y tomado, por su carne tierna, como una confitura. Pero a una vieja abipona lastimada con múltiples heridas, la dejaron intacta en el campo, porque nadie quería su carne ya dura. Cacherçaié Lpaché Chigàt eyga, tan la yhòt, como algún mocobí, partícipe /40 de este combate y de esta mesa, me contestó cuando yo me puse a averiguar, después de dos años, sobre este asunto. Esto traje a colación con motivo de los antropófagos, que no se atraviesan el labio, sino que se cortan la boca. Ahora digamos unas pocas cosas sobre el adorno de las orejas, o mejor, sobre su tortura.

El uso de los pendientes es tan antiguo como variado entre las distintas naciones, y entre los americanos es más ridículo y a veces hasta increíble. Dejando de lado el uso de los otros pueblos que ahora me vienen a la mente, sólo referiré el de mis abipones. Perforan las orejas de las niñas y niños desde la infancia. La mayoría de los varones no usan aros; sin embargo algunos ancianos se perforan las orejas con cuernos, maderas, trocitos de huesos, astillas de varios colores. Pero casi todas las mujeres lo usan. Mira cómo es la costumbre: arrollan en espiral una hoja muy larga de palmera de dos dedos de ancho; (del tamaño que suele tener la lengua de una fierecita), de un diámetro un poco mayor que la Hostia que se usa en el Santo Sacrificio. Se introduce en el agujero abierto en la oreja este rollito; con el correr del tiempo, por la acción de éste, la piel se distiende lentamente y el agujero se agranda de tal modo que aquella espiral lo ciñe y por su fuerza elástica, dilata el orificio de la oreja más y más hasta que cae hasta los hombros.
Cuídate de considerar exagerado el tamaño y capacidad de esta espiral. Para describir este uso no hablo más de lo que he visto en innumerables mujeres con este monstruoso adorno, y también a muchos varones de estos pueblos, pues los Oaèkakalot, tan bárbaros, y los Tobas y otros pueblos americanos fuera de Paracuaria lucen con orgullo los mismos aros que las mujeres abiponas. El rey católico leyó con gran interés la historia del río Orinoco de nuestro Padre Gumilla /41, quien refiere en una de sus páginas, que algunos tienen un agujero tan grande en sus orejas a causa de estos aros, que por ellos puede pasar una bola de billar. Entonces el monarca sonriendo, exclamó: me parece que este buen hombre hace poesía, no historia; dijo esto, no dudando de la buena fe del historiador sino de la veracidad de los hechos, admirando atónito la estulticia de los indios. Algunas personas de Madrid repetían lo dicho por el rey a uno que llegó de Paracuaria, como si fuera una fábula y no historia sobre América. Pero sobre este asunto que el rey juzgó casi increíble, el paracuario, sabedor y conocedor de la verdad, respondió que el Padre Cumilla había escrito la verdad, pero escasa, sobre el tamaño de esos grandes aros; él mismo los había visto de mayor tamaño en varias naciones de Paracuaria. Y nosotros, que vivimos entre los bárbaros de aquellas provincias, lo testificamos. He conocido a negros traídos desde Madagascar a Paracuaria que los usaban de ese tamaño. Las mujeres guaraníes llevan unos anillos de bronce que miden, a veces, tres dedos de diámetro, pero no introducidos en el agujero de las orejas sino pendientes de él a la usanza europea.

El múltiple uso de los aros, como muchos otros, parece haber sido aprendido por los paracuarios del vecino Perú, que tuvo hegemonía en América del Sur. Su célebre rey y legislador, el inca Mancocapac otorgó en otro tiempo a los /42 pueblos que sometía, en prueba de amistad, la facultad de perforar a ejemplo suyo las orejas; de modo que el orificio fuera, en los demás pueblos, un poco más chico que el que él usaba. Asignó distintos aros según la variedad de los pueblos: éstos metían una maderita, aquéllos un hacecito de lana blanca no más grande que el dedo pulgar; unos un junco, otros una corteza de árbol. A tres de los pueblos les concedió el perforarse con agujero más grande que los demás. Los de estirpe real usaban a modo de aros unos anillos colgantes que se extendían desde la cara hasta el pecho. Los paracuarios, que al principio imitaron a los peruanos, con el correr del tiempo eligieron otras más variadas y ridículas formas de aros que ningún europeo puede mirar sin reírse. Esta costumbre de atravesarse las orejas, como consta en las Sagradas Escrituras, era tan común en casi todas las naciones del mundo contemporáneo, cuanto diversa la figura y la significación de los aros. Para los indios orientales, los persas y atenienses, la oreja perforada fue signo de nobleza; los más ricos se colgaban oro, marfil y piedras preciosas, tal como lo narra Adriano en sus comentarios sobre la victoria de Alejandro.

A menudo me admiraba que los abipones que se pelan las cejas y las pestañas, perforan los labios y los orejas, hieren la cara con espinas grabándose tantas figuras, se arrancan la pelusa del mentón, y rasuran la cabellera de media cabeza, dejen la nariz sin hacerle ningún agujero; cuando en otro tiempo los africanos, peruanos y mejicanos perforaban su cartílago. El Padre José Acosta, autor de siete libros de historia, cuenta en el capítulo XVII que Tikorik, rey de los aztecas, lucia una gran esmeralda colgada de la nariz perforada. /43 Los brasileros no sólo perforan el labio inferior desde su primera edad, sino también otras partes del rostro; y en esas aberturas llevan piedrecitas alargadas. ¡Verdaderamente, tétrico espectáculo!, como dice nuestro Maffei en el libro II de la Historia Indico. La cara de los brasileros parece una obra de taracea o un mosaico. Tertuliano, en el libro I, capítulo 10, sobre la cultura femenina, cuenta que los partos se perforaron abundantemente deformándose varias partes del cuerpo e introduciendo allí piedrecitas y granos preciosos, teniéndolo por llamativo adorno. También Diodoro de Sicilia en el libro IV, capítulo I, cuenta que las mujeres, desde Etiopía hasta Arabia, adornaban su rostro perforándolo. De todo esto puede deducirse que no sólo los bárbaros de América deliran con el uso de estos estigmas. Tan diversos son los fines y significados de éstos, como diversos los pueblos. Herodoto en el libro 5º y Plinio en el libro 22, cuentan que entre los tracios, dacios y sármatas, los nobles se marcaban a veces el rostro; los esclavos usaban otras marcas, como suele señalarse el ganado con el nombre de sus dueños. También los españoles imprimen a veces con un hierro candente la primera letra de su nombre en la frente de los negros que intentan fugarse, ya que los consideran cosa de su propiedad. Vegetio, en el libro II, capítulo 5º, dice: Victuris in cute punctis milites scriptos (11). Justo Lipsio en el último capítulo del libro I sobre la milicia, escribe que debe reconocerse a los reclutas del ejército por las notas con el nombre del jefe de la guerra. Entre los hebreos, antiguamente los estigmas denotaban idolatría. Así en 3 Reyes 18, V, 28 sobre los sacrificados de Baal, se dice: Incidebant se juxta ritum suum cultris et lanceolis, donec perfunderentur sanguine (12). Dibujaban en el cuerpo la Gran Madre Beona, Diana, y se perforaban con varios instrumentos ya en la frente, ya en las manos o en la cabeza. Esto se dice a los judíos en el Levítico, capítulo 19: Neque figuras aliquas, aut stigmata facietis vobis (13).

A veces otras marcas impresas en el cuerpo muestran el /44 origen de la raza o la patria. Cuenta Herodoto que los libios, para probar que eran descendientes de los troyanos, grababan en su cuerpo algunos estigmas; de donde se infiere que en otro tiempo había existido la costumbre de marcarse de ese modo entre los troyanos. Los antiguos britanos también punzaban todo su cuerpo y se pintaban figuras teñidas de color azulino, como recuerda Julio César en De Bello Gallico, libro 5, y Herodiano en el libro 3. Marcial, en el epigrama 54, Libro 2, narra que Claudia. Ruffina fue expulsada de los britanos con marcas azuladas, porque tenía alma de plebeya rasa. Aquellas pinturas y punciones son familiares entre los abipones para distinguirse entre otros pueblos y respetar las costumbres de sus mayores. Nunca pudimos encontrarles otro motivo.



CAPÍTULO VI

SOBRE LA FIRMEZA Y VIVACIDAD DE LOS ABIPONES



Nos causan gracia los que, sin haber visto América ni de cerca, aseguran con más audacia que veracidad que todos los americanos son débiles y de poca energía; pero esto no puede afirmarse en forma general. La forma de los cuerpos cambia de acuerdo a la variedad del cielo, región, costumbres y ocupación. Conocimos a europeos que consumían los acres más sanos de la montuosa Chipre, más robustos que los que languidecían de fiebre terciana en la planicie del lago Bannato. A menudo /45 se vendían en la plaza, como si fueran ganado, africanos llegados en las naves portuguesas; eso yo lo vi. Los compradores preguntan por la patria de cada uno; porque cada cual quiere el más robusto. Los oriundos de Angola, el Congo, Cabo Buena Esperanza, y sobre todo de las islas Madagascar, se emplean con gran competencia; los que poseen mejor salud y habilidad son los que despiertan mayor confianza. En cambio, casi nadie compra los negros nacidos en la región que los portugueses llaman Costa de la Mina, porque son débiles, perezosos e impacientes para el trabajo, porque viven en una región ecuatorial de lluvias frecuentes y donde no hay brisas o vientos suaves o tibios. Nosotros lo comprobamos cuando, en viaje hacia Paracuaria, quedamos detenidos en esa región tres semanas, completamente parados a causa de un mar calmo, casi asados por el calor, y soportando todos los días lluvias calientes. Es de admirar que crezcan bajo este cielo, aunque débiles y sin fuerzas; cuando en otras costas africanas se desarrollan pueblos robustos y vivaces. De ahí que sus habitantes se ofrezcan en todas las latitudes de América. Sus provincias difieren mucho en las propiedades de sus habitantes, alimentos y vientos, porque están muy separadas entre sí; de donde se deduce que sean tan diferentes sus costumbres; que se encuentre aquí pueblos muy débiles, y allí pueblos muy robustos.

Que otros escriban por mí sobre otros americanos, cualesquiera que sean, siempre que los hayan visto. Nada les reprocharé. Yo hablo con conocimiento de causa sobre los paracuarios, los pueblos ecuestres que vimos en el Chaco; en general éstos aventajan a los pueblos pedestres por su forma, estatura, vigor, salud y vivacidad. Los abipones son fuertes, de cuerpo musculoso, robusto, ágil y son muy capaces de tolerar las inclemencias del tiempo. Casi nunca encontrarás uno gordo, /46 de abdomen prominente o pesado. Ocupados en la cotidiana equitación, la caza, los certámenes de juegos y las fiestas, raramente engordan porque son inquietos como los monos. Agradan por su óptimo humor y por su complexión, que muchos europeos envidiarían. Y la mayoría de las enfermedades que azotan y consumen a Europa, no se conocen ni de nombre. El mal de gota, la hidropesía, la epilepsia, la ictericia, el cálculo y la hernia, son palabras desconocidas para ellos. Andan días enteros con la cabeza descubierta al sol, pero nunca los oirás quejarse de ninguna molestia, aunque nos pareciera que tendrían que sentir cualquiera de las que ocasiona el sol. Agotados por la sed a través de áridas soledades durante varios días, encuentran por fin aguas calientes en lagunas saladas, enfangadas, pútridas y amargas, y sacian su sed sin sufrir ningún daño. Comen en abundancia carne dura de vaca, ciervo o tigre, asada a medias, o carne y huevos de avestruz, o frutas inmaduras, y sin embargo no tienen languidez de estómago o problemas de intestinos. A menudo atraviesan a nado ríos bajo un cielo lluvioso o vientos muy fríos, sin tener perturbaciones en las vísceras o en la vejiga, que con tanta frecuencia molestan a los nadadores europeos y que a menudo son peligrosas cuando sobreviene una estangurria. Se sientan en gualdrapas de duro cuero cuando deben hacer un camino de muchas semanas para no lastimarse la piel; no usan estribos y a menudo los caballos que montan son de trote duro. A pesar de todo esto, no notarás en ninguno de ellos, después de una prolongada cabalgata, el mínimo indicio de extenuación o de fatiga. No es raro que pasen la noche sobre el frío césped, mientras les cae una súbita lluvia, propiamente nadando en el agua; y sin embargo desconocen por completo el cólico /47 o la artritis. Los españoles sufren ambas enfermedades cuando se mojan con la lluvia de varios días. Las infecciones de la piel producen en América no sé que peste en todo el cuerpo, y a menudo ocasionan depresión de ánimo, síncopes, pústulas y úlceras. Vi con frecuencia que soldados españoles se desplomaban exánimes en el templo por haberse mojado en el camino con lluvia pertinaz. Los abipones permanecen incólumes durante días y noches, porque siempre andan descalzos. La humedad producida por la lluvia es más perjudicial a los pies calzados que a los desnudos, porque su efecto continúa después de cesar la lluvia; penetra hasta los huesos y los nervios, influyendo perniciosamente en el resto del cuerpo. Para precavernos de este daño, cuando hacíamos un recorrido a caballo y nos sorprendía la lluvia, rápidamente nos desnudábamos los pies y las piernas; pero muchas veces fuimos a parar en Escila por esquivar a Caribdis, porque al tropezar el caballo, los pies desnudos se golpeaban y lastimaban con la madera del estribo. Pero escucha otras cosas que prueban la firmeza de los abipones.

Si se clavan en los pies alguna espina, como no pueden sacarla ni agarrarla con los dedos, extraen tranquilamente con un cuchillo la partícula de carne donde tienen clavada la espina. Para explorar al enemigo o los lugares más apartados montan a lomo de caballo. Se trepan a árboles altos, hasta las nubes, y se sientan quietos en sus ramas para extraer la miel de las colmenas, sin sentir nunca sensación de vértigo o peligro. Trasladados a nuestras colonias, fatigados y faltos de fuerzas, chorreando sudor por el empleo del arado y de la hoz que nunca habían utilizado, notando que su cuerpo arde, exclaman: Ya mi sangre se enoja: la Yivichigui Yavigra. /48 Para aplacarse, tienen un remedio rápido: hunden profundamente el cuchillo en el pie y esperan con ojos alegres un rato hasta que mana sangre, entonces aplican tierra a la herida; y cuando se sienten mejor dicen con gran regocijo: là rioamcatà: ya estoy bien. De tal modo son pródigos y excesivos en el derramamiento de sangre, como si fuera de otro, no sólo por la salud sino también por el deseo de gloria. Pues en las competencias públicas se hincan cruelmente el pecho, los brazos, la lengua – da vergüenza decirlo – con un hacecillo de espinas o con agudos huesos del dorso de los cocodrilos, produciendo gran efusión de sangre. Hacen esto para alcanzar fama de fuertes; para perder el miedo al derramamiento de sangre cuando en un encuentro con el enemigo les produzcan heridas, y para adquirir una piel impenetrable a las flechas, por las gruesas cicatrices. Siete niños, imitadores de sus mayores, mostraban una vez con crueldad sus bracitos con abundantes cicatrices de espinas como muestra de magnanimidad y de mayoría de edad, y como preludio de la guerra para la que son adiestrados desde pequeños. Este bárbaro rito, usual entre los bárbaros, no debe ser aprobado en sí mismo. Pero como Vegetio, maestro de las cuestiones militares entre los romanos, escribió en el Capítulo 10, pág. 66: Qui ante longum tempus, aut omnino nunquam videre homines vulnerari, vel occidi, cum primum adspexerint, perhorrescunt, et pavore confusi de fuga magis, quam de conflictu incipiunt cogitare (14).

Vimos a algunos consumidos por la enfermedad con males crónicos, fortalecerse comiendo o bebiendo a diario la algarroba. Cuando están atacados de enfermedades atroces, o en gran peligro, la mayoría de las veces se curan rápidamente con remedios baratos, y a menudo con ninguno, como los perros. Vi con horror a muchos perforados por varias flechas, con /49 huesos y costillas quebradas, sumergidos en la sangre que manaba de sus heridas, a punto de expirar, como si estuvieran en el tránsito de la muerte, que al cabo de unas pocas semanas andaban incólumes a caballo, bebiendo. No podía atribuir su curación a sus medicamentos y médicos inútiles, sino a la fortaleza de sus cuerpos. ¿Quién ignora que las viruelas y el sarampión son casi las únicas y muy calamitosas pestes que azotan a América? Los abipones son atacados, como los demás indios, por ellas; pero muy pocos mueren aunque se precaven contra esta enfermedad con gran negligencia. Acaso la mezcla de la sangre y los humores, combata el veneno que no es para ellos ni tan abundante ni tan funesto. Heridos por balas, viven fuertes muchos años sin intentar arrancarles del cuerpo. Muchas veces nos mostraron como prueba de su fuerza una bala clavada en el brazo o en el pie y nos la expusieron para que la toquemos. Y esto no es una novedad para los médicos. Se dice que Bartolomé Maggio, en una disertación sobre las enfermedades dijo que él había visto un hombre que durante treinta años llevó una bala incrustada sin sentir ningún dolor. Y el médico Horstius conoció hace poco un hombre que llevó clavada en el talón más de cuarenta años una bala sin mayores molestias. Lo más notable es que la bala de carabina si no toca la cabeza o el corazón, raramente es mortal para los abipones. Kaapetraikin, célebre cacique, fue herido en la frente por un español; ya en edad avanzada, una vez que recorría un camino, fue asaltado por mocobíes enemigos, despedazado a lanza, y devorado. Esto sucedió cuando yo estuve un tiempo en /50 la ciudad de Concepción. Me admiraba a menudo – considerando conmigo mismo estas cosas – que las cañas que arrojan fuego de los europeos, sean tan temibles a los bárbaros, aunque raramente sean letales. Pero sin duda, aunque son inofensivas como los fuegos artificiales de los niños, las temen. Así los indios temen más el ruido de la pólvora que el golpe del plomo; a veces los domina más el temor que la proximidad del peligro. El ruido de las milicias paracuarias, me parecía semejante a las nubes de la tempestad que arroja muchos relámpagos y pocos rayos mortales. Estas cosas que recordé servirán, si no me equivoco, para convencer a los europeos sobre el vigor de los abipones. Y nunca aprobaré la opinión de aquellos que atribuyeron a los americanos estupidez, debilidad, tozudez y propensión a enfermarse. Sin embargo los abipones sienten profundamente las impresiones de los elementos, las inclemencias del tiempo, y los dolores que esto les provoca; pero no sucumben ante esas sensaciones. La mayoría de ellos, sea porque conservan mejor la fuerza por la constitución de su sangre y sus humores, o de los nervios y articulaciones, sea porque están acostumbrados desde niños a soportar la dureza de la enfermedad, o bien por el vehemente deseo de gloria, niegan que algo les duela aunque a veces sientan dolor. Ya trataremos otros temas de donde se deduzcan el increíble vigor y vivacidad de los abipones.

Ya más arriba recordé que ellos raramente encanecen y quedan calvos. Envejecen a edad muy avanzada, como las plantas que envejecen siempre verdes. Cicerón en el libro sobre la vejez hace grandes alabanzas y también admiración a Masinisa, rey de Mauritania, de noventa años, que cum ingressus iter pedibus fit, in equum omnino non ascendit: Cum equo, ex equo non descendit. Nullo imbre, nullo frigore /51 adducitur, ut capile operto sit. – – Exequitur omnia Regis officia, et munera, etc., (15). El orador romano recelaría de tantos abipones tan viejos como Masinisa y más vigorosos que él. Apenas daría crédito a sus ojos cuando viera a viejos casi seculares como adolescentes de doce años subir de un salto a un fogoso caballo sin ayuda de estribos; pasar horas enteras bajo un sol ardentísimo, cuando no días continuados; escalar árboles altos en busca de miel; acostarse en el suelo bajo el frígido Jove o la lluvia al hacer un viaje; atacar a los enemigos en sus fortalezas; no rehusar ninguno de los trabajos que ofrecen la caza o la guerra; conservar todos sus dientes, poseer una increíble agudeza de vista y prontitud de oído. Yo distinguía a los varones sólo por el número de sus años, no por otra cosa, porque poseían edad muy floreciente. Miré sin admiración a diario en las colonias de abipones que viejos jóvenes, a pesar de la edad, contaban todas estas cosas a numerosos compañeros. Si algún octogenario muere, deploran que haya muerto en la flor de la edad. Las mujeres viven más que los varones, porque no van a la guerra y porque, por naturaleza, suelen ser más vivaces. En tierras de los abipones encontrarás tantas viejas de más de un siglo, que apenas las podrás contar. No osaría afirmar que todos los pueblos pedestres de Paracuaria tienen la misma firmeza de cuerpo y vivacidad. Los guaraníes, lules, ysistines, vilelas y otros indios pedestres sienten las mismas enfermedades de los europeos y la vejez, y la demuestran con el aspecto del cuerpo. La vida de éstos, como sucede entre todos los europeos, es a veces más breve, a veces más larga. Encontrarás unos pocos entre ellos que se acercan al siglo. Sería un trabajo interesante buscar las fuentes en las que los abipones encuentran tan prolongado vigor. /52



CAPÍTULO VII

¿POR QUE LOS ABIPONES SON TAN SANOS Y VIVACES?



Los abipones deben sus cuerpos llenos de vida a sus padres y a ellos mismos. El vigor juvenil conservado durante la vida, es heredado por su misma descendencia. La experiencia enseña que de enfermos y débiles nacen hijos enfermos. Los abipones en todo el tiempo de su desarrollo desconocen la lascivia, y aunque son de temperamento ardiente, no se entregan a ningún tipo de libido. Gustan de la conversación y de los juegos, pero siempre dentro de los límites de la prudencia. Afirmo con toda seguridad que durante los siete años que viví entre ellos no vi ni oí nada que tuviera índice de petulancia u obscenidad. Los niños y las niñas, por un instinto natural que les es propio, aborrecen las ocasiones y formas de profanar el pudor. Nunca las verás hablar con aquéllos ni a escondidas ni en público, ni ociosas en la calle. Tienen sus delicias en ayudar a sus madres ocupadas en la tareas domésticas. Los adolescentes desean más que nada el diario ejercicio de las armas y los caballos. A cada uno de ellos conviene aquello de Horacio: Imberbis juvenis, tandem custode relicto, gaudes equis, canibusque, et aprici gramine campi. (16).

Indios de otros pueblos son a menudo de cuerpo más pequeño, grácil y débil. Muchos de ellos se marchitan antes de llegar a la adultez; otros envejecen míseramente sin ser viejos o por un precoz hado se extinguen antes de tiempo. /53 Te diré cuál considero que es la causa. Muchos son endebles porque nacen de padres endebles. Otros, porque se someten a trabajos pesados, provistos magramente de comida, vestido y habitación. Otros muchos porque, disipados desde su primera adolescencia en voluptuosidades obscenas, pierden con la lascivia el vigor natural. Libidinosa etenim, et intemperans adolescentia effoetum corpus tradit senectuti, (17), como asegura Cicerón en su libro sobre la vejez. Qué bien cuadraría a muchos, llevados por una muerte prematura, aquello de un epitafio de Ovidio en los Fastos I: Nequitia est, quae te non, finit esse senem (18). Las nupcias aceleradas desde la juventud son la causa por la que otros indios son más enfermizos o menos saludables y vivaces que los abipones. Estos consideran edad apropiada para el matrimonio los treinta años más que los veinte; raramente toman por esposas a mujeres de veinte años. Porque los médicos y los filósofos afirman que tanto para conservar el vigor como para producir la vida y procrear una prole más robusta conviene vivir sanamente. ¿Por qué los germanos antiguos fueron tan sanos, tan altos y de tan larga edad? Oye lo que Tácito dice sobre éstos: Sera venus, eoque inexhausta pubertas; Nec virgines festinantur. Eadem juventa, similis proceritas; Pares, validaeque miscentur, ac robora parentum liberi referunt. (19). Nadie duda que de padres jóvenes nazca una prole no muy robusta. Y como de la constitución del cuerpo se deduce la del espíritu, como Galeno enseña, no es de admirar que tales niños sean débiles de entendimiento y de mente embotada. En este nuestro tiempo belicoso que prefiere entre sus filas a hombres insignes por su grandeza, procura tú lector, eliminar las nupcias prematuras. Escucha a Aristóteles opinando sobre este asunto en el libro 7 sobre política, Capítulo 16: Est adolescentum conjunctio (verba illius apicem recito) improba ad filiorum procreationem. In cunctis enim animalibus /54 juveniles partus imperfecti sunt, et faeminae crebius, quam mares et parva corporis forma gignuntur. Quorcirca necesse est hoc idem in hominibus provenire. Huius autem conjectura fuerit, quod in quibuscunque civitatibus consuetudo est adolescentes mares, puellasque conjugari, in cisdem inutilia, ac pusilla hominum corpora existunt. In partu quoque laborant magis puellae, ac pereunt plures. Masculorum corpora crescere impediuntur si adhuc, etc., etc. (20). El romano Egidio, y Alberto Magno probaron admirablemente esta sentencia del filósofo, y establecieron con sólidos argumentos, ¡Ah! Cuántas veces padres de noble estirpe y nacidos en noble tierra, cuando apuraron el matrimonio de sus hijos con el deseo de perpetuar su estirpe, la vieron extinguirse y lamentaron la falta de hijos y nietos. Si en algún asunto los padres deben tener en cuenta la edad y las fuerzas de sus hijos, es en esto de casarlos sin apuro. Esta opinión de los abipones está de acuerdo con el ejemplo de los antiguos germanos, sobre lo que Julio César escribe en el libro 6, de De Bello Gallico: Ab parvulis labori, ac duritiae student. Qui diutissime impuberes permansorunt, maximam inter suos ferunt laudem. Hoc ali staturam, ali vires, nervosque confirmari putant. Infra annum vero vigesimum foninae notitiam habuisse, in turpissimis habent rebus (21). ¡Qué lejos están los alemanes de hoy de aquellos antiguos que pondera César! Pero veamos otros motivos por los que los abipones se consolidan en firmeza y estatura.

Las madres amamantan a sus hijos con sus propios pechos, no con los ajenos, y continúan con este oficio de nodrizas casi hasta los tres años. Dicen que en todo este tiempo se abstienen por completo del marido. Si crees a los médicos, pensarás que esto es bueno para tener hijos robustos. Pues Galeno en el libro I sobre el cuidado de la salud, dice: Admoneo, quae /55 lactant proles, ut abomni impuritati abstineant; hac enim lac noxium efficitur etc, sanguis equidem melior (in praegnantibus) abit ad nutriendum foetum; Hinc in uberibus lac modicum, et noxium remanet (22). Plinio dice de los niños amamantados por una embarazada, que se alimentan de calostro y de leche esponjosa y coagulada. Para confirmar esto valga lo que Cinna Catulo refiere en el libro 20 sobre los Cónsules: Cayo Frabricio, sobresaliente entre todos los varones, fue afligido durante toda su vida por extrañas enfermedades, ya que había sido amamantado durante cuatro meses por su madre cuando ésta estaba encinta. Para apartar este peligro de su hijita, le puso una nodriza para que la cuidara durante tres años. Estas y otras muchas cosas que vienen al caso, acota Pedro Justinelli en su comentario sobre la Educación de la Prole.

La misma educación de los abipones es muy apta tanto para formar sus costumbres como para endurecer sus cuerpos. Pues lo que Quintiliano había escrito en el Libro I, sobre las Instituciones cabe acá: Aquella educación muelle que llamamos indulgencia, quiebra los nervios del espíritu y del cuerpo. Diariamente observamos la veracidad de este acierto. Vemos en verdad a hombres educados con suavidad, entre delicias y blanduras, languidecer y quebrarse por las más leves molestias. A otros que crecen en rústicas cabañas, tolerar muy bien las asperezas de los trabajos, de la guerra y del cielo hasta fortalecerse y robustecerse. Nadie llamará delicada a la educación de los abipones. Sumergen a los niños apenas nacidos en el agua fría. Desconocen por completo las cunas, las plumas, los almohadones, las fajas, los besos y los mimos. Envueltos en una liviana manta de piel de nutria, los acuestan en cualquier lugar o se arrastran por el suelo como cualquier niñito de su edad. A veces cuando sus madres hacen un recorrido a caballo, los colocan en una manta hecha de piel de jabalí, y los llevan colgando junto con los cacharros, ollas y calabazas. /56 A menudo el marido arranca de los brazos de la madre al hijito que está mamando y lo sube a su caballo, y lo mira cabalgar con ojos llenos de placer. Para bañarse, la madre atraviesa un arroyo apretando, al niño contra su pecho con una mano, mientras usa la otra a modo de remo. Cuando el niño es un poco mayor, es arrojado al agua para que aprenda a nadar al mismo tiempo que a caminar. Raramente verás a niños apenas apartados de los pechos maternos andando por la calle sin arco ni flecha. Son molestados por todo tipo de avispas, moscas y alimañas. Les es habitual y grato apuntarles como a un blanco, como si fuera un preludio de la guerra. Cada día hacen carreras a caballo por grupos, y juegan a la carrera. ¿Quién dudará que todas estas cosas ayudan increíblemente a la integridad y fortaleza de los cuerpos? ¡Ojalá las madres europeas abandonaran los violentos artificios de la naturaleza y los regalos y mimos que usan para criar a sus hijos! ¡Ojalá moderaran las fajas y lienzos con que ajustan sus tiernos cuerpecitos como cadenas, y los encierran como en una cárcel! ¡Ah! nuestra Europa con menos cojos, de piernas torcidas o abiertas, jorobados, enanos, imbéciles y enfermos.

Los abipones no usan ropa ceñida al cuerpo, sino suelta y larga hasta los talones. No les molesta ni oprime; los defiende contra las inclemencias del tiempo y sin embargo no obstaculiza la respiración del cuerpo ni demora la circulación de la sangre. Porque hay que ver a los europeos que, muchas veces oprimidos en el cuello, los pies, las manos, y los costados ceñidos con vestidos ajustados por broches, cinturones y fajas, y rodeando hasta la misma cabeza que adornan con dijes, trenzas y una cantidad de objetos, sufren real detrimento de /57 la salud. Tanto los sabios pueblos del oriente como los antiguos germanos prefirieron un tipo de vestido amplio y flojo, como si por esto tuvieran cuerpos más grandes y vida más larga. Quien desee un consejo para su incolumidad, como para otras cosas, considere para sí, al procurarse vestido, aquello: Ne quid nimis. (23). Sin embargo consideramos que la excesiva transparencia de la ropa, es igualmente perniciosa para la salud. Los hombres prudentes adecuan su indumentaria a los cambios del clima, como los navegantes cambian las velas de sus barcos. Los mismos bárbaros abipones, a la primera brisa fresca, se visten con ropa hecha de piel de nutria, sin discriminación de sexo ni edad. Este vestido de piel se asemeja algo al que los sacerdotes usamos para cantar las vísperas en el templo, y es llamado por ellos nichigerit, porque a nichibege significa nutria.

Galeno, en el Libro sobre la real y libre protección de la salud, afirma: Maximum esse malum ad sanitatis custodiam quietem nimiam corporis, ac maximum bonum moderatam, et justam motionem esse. (24). Celso, en el libro I, Capítulo I, está de acuerdo con él: Ignavia corpus hebetas, labor firmat; Illa praematurant senectam: Iste longam adolescentiam redit. (25). Por eso los antiguos romanos usaron continuamente la palestra, el disco, el salto, la lucha, la carrera, la equitación, el pugilato, el juego de pelota, la natación y la caza. No te llamará la atención que los abipones sean atléticamente fuertes y vivan como macrobianos. Están en continuo movimiento: la equitación y la caza les es habitual; la continua guerra contra las fieras o los enemigos es la causa de estas correrías. Generalmente atraviesan ríos a nado, escalan árboles en busca de miel, fabrican con un pequeño cuchillo lanzas, arcos y flechas, hacen cuerdas de cuero, tejen mantas, y se ocupan de todo /58 aquello que fatigue los pies y las manos. En sus ratos libres organizan carreras cuyo premio consiste en ceder al vencedor la primera cosa que toque la meta; a menudo los mismos caballos con que corrieron son el premio de la victoria. También les es muy familiar otro entretenimiento en el que usan los pies: lo juegan con un palo de tres palmos de largo, redondeado artísticamente como un báculo, más grueso en sus extremos y más delgado en el medio. Ellos lo llaman Yüele o Hepiginiancate, y los españoles, macana; y de algún modo recuerda a la pusaga de los húngaros. Tiran al blanco ese palo con tal fuerza que a veces se estrella contra el suelo y otras vuela por el aire, del mismo modo que los niños hacen vibrar piedrecitas por la superficie del agua. Cincuenta o cien, en una larga fila esperan turno, y cada uno arroja su palo por vez. El que lo arroja más lejos y en línea recta, lleva el premio y las alabanzas. Pasan muchas horas entretenidos con este juego, y esta fatiga es de increíble beneficio para el cuerpo. El uso de dicho madero es frecuente, y también temible en muchos bárbaros, ya que, es tanto instrumento de juego, como de guerra para abatir al enemigo o a las fieras. A los abipones no les gusta la vida del caracol, haragana y ociosa. Así no se corrompen rápida y miserablemente como otros, que entorpecidos por el ocio siempre se dan a las blanduras, a la mesa, al juego, y que apenas si se arrastran hasta la calle o el campo. Las mujeres abiponas, aunque no se dedican a los juegos de los varones ni a los certámenes ecuestres, ocupadas día y noche en el quehacer doméstico; tienen abundante ocasión de activar la respiración y de reposar convenientemente. De ahí, el vigor de las madres para procrear hijos tan grandes, de aquí /59 su robustez y longevidad. Pues la opinión de los médicos es que el ejercicio del cuerpo y el frecuente movimiento favorece el calor natural, y contiene la plétora, expele y disipa los humores viciosos, da agilidad a las articulaciones, rapidez a los sentidos, promueve la respiración, afirma los nervios, abre los poros de la piel, ayuda la digestión, fortalece el cuerpo y el espíritu. Vemos cómo se pudren las aguas estancadas. El aire se torna pesado sin el impulso de los vientos. La espada, ociosa en la vaina, se cubre de herrumbre. Los vestidos, abandonados durante un tiempo, se ensucian. La desidia y el ocio cierran los poros, aumentan el derrame de los humores, traen las enfermedades de las articulaciones, la epilepsia, la apoplejía, la debilidad de estómago y finalmente el desgano por la comida, y la indiferencia por la misma vida. Los abipones desconocen estas calamidades con que los médicos suelen amenazar a los perezosos, porque no saben de negligencia y de inactividad por holgazanería, a menos que la juzguen necesaria para reparar las fuerzas.

Tampoco dudé nunca que la comida que ingieren fortalece increíblemente sus cuerpos y les prolonga la vida más allá de los límites comunes. Considera escrito para ellos lo que Tácito dijo sobre antiguos germanos: Cibi simplices, agrestia poma, recens fera, aut lac concretum sine apparatu, sine blandimentis expellunt famem (26). Se alimentan de carne vacuna o felina asada, raramente hervida. Si el campo niega fieras a los cazadores, el agua ofrece para saciar su apetito varias clases de peces, nutrias, patos, lobos marinos, etc. También aceptan como remedio para su hambre, las aves del cielo de sabor agradable dispersas en las selvas, en la tierra o en los árboles. Si llegaran a faltarles todas estas cosas, encuentran por cualquier /60 parte raíces escondidas bajo tierra o agua. Lo más urgente para ellos es la necesidad de comida. Aprecian tanto la carne de tigre, aunque es de tan feo olor, que si alguno mata un tigre, lo divide con sus compañeros en pequeñas porciones para que nadie se vea privado de este suavísimo estimulante del gusto, como ellos lo valoran. Los médicos se quejan de las nuevas enfermedades que entraron a Europa con los condimentos traídos del nuevo mundo, y opinan que los cocineros dañan más la salud de los mortales de lo que nunca podrían favorecerla todos los farmacéuticos. Esta queja no es válida para los abipones, pues desconocen los condimentos y se alimentan con sencillos banquetes. Desdeñan el vinagre, como también los españoles americanos; en cambio apetecen con gran avidez la sal – como las cabras – pero raramente la encuentran, porque en sus tierras no hay salinas. Para suplir esta falta suelen quemar un fruto llamado Vidriera por los españoles, cuya ceniza tiene algo de la salobridad del cloruro de sodio; con ella sazonan la carne y las hojas de tabaco trituradas con la saliva de las viejas, que suelen masticar. Como muchas poblaciones de abipones carecen también de este fruto con el que reemplazan la sal, usan la mayoría de sus comidas insulsas. Nadie negará que el uso moderado de este condimento es muy útil para el cuerpo humano; elimina los humores viciosos y contiene la gangrena. Sin embargo los médicos afirman que el abuso de este condimento turba la agudeza de la vista, desgasta los jugos más necesarios, produce la corrosión de la sangre y la infección de la piel, y obstruye por fin los canales urinarios. Hemos notado en Paracuaria que los caballos, mulas, vacas y ovejas, engordan con pastos que llevan mezclada la sal o nitro; pero si ésta falta, muy pronto enflaquecen /61 y quedan magros. Las carnes condimentadas con sal duran más; pero cuando más abundantemente fueron saladas, tanto más pronto se pudren por el líquido que arroja la sal al disolverse y por el calor del sol. Si la carne de vaca es desecada sólo al aire o la de pez al humo de un fuego algo retirado, sin ponerles ni una pizca de sal, durarán muchos meses antes de podrirse. Esto lo conocí yo por propia experiencia, como todos los bárbaros. Cuando volvíamos de Paracuaria a Europa, nuestros mejores víveres consistían en carne salada y carne desecada. Esta sin sal duró incólume y de buen sabor después de cuatro meses de navegación; aquélla debió ser arrojada al mar casi putrefacta. Escucha pues lo que se deduce de esto: los abipones, aunque usan más rara y escasamente la sal, crecen fuertes y casi todos, viven muchos años. Porque debemos admitir que la abstinencia de ella ayuda más a la conservación de los cuerpos que su uso, por mínimo que fuera.

Los principales médicos y filósofos anuncian a viva voz que una dieta moderada de carne y de bebida es fuente de vejez tardía, firme salud y larga vida. Con estos está de acuerdo el poeta Britano: "Si alguien quiere llegar a viejo, use la carne con moderación, como si fuera una bebida", dice. Dije, más de una vez, que los abipones son vigorosos, grandes, sanos y longevos. ¿Quién creería que están también acostumbrados a la dieta? Comen y beben cuánto, cuándo y cuantas veces les place. No tienen una hora fija para el almuerzo o la cena. Si tienen comida cerca, comen en cuanto se levantan; cuando salen de cacería comen de ese modo; no fijan en absoluto sus comidas; y siempre tienen hambre. Cuanto más han comido, /62 tanto más pronto parece que tienen hambre. Esto es considerado por el pueblo, entre ellos, como certísimo indicio de salud. Si alguno rechaza la comida que se le ofrece, es proclamado por los circunstantes como enfermo: La oachin, Chic rquenne, dicen lamentándose todos: "está enfermo, no come", y por poco lo declaran moribundo. Los abipones son voraces, y lo mismo que otros americanos se reponen comiendo carne sin ningún detrimento de salud. Soportan del mismo modo una larga abstinencia que comida abundante, sin debilitarse. Resisten un camino de muchos meses sin ninguna provisión; y a menudo no tienen en él suficiente comida, ya sea porque no encuentran caza, o porque, oprimidos por el enemigo deben apresurar la marcha día y noche huyendo a un lugar más seguro; o persiguen al enemigo corriéndolo por la espalda, aunque con el estómago vacío, durante un tiempo, y siempre están incólumes y alegres, aplacando el hambre con la conversación. No verás en ellos ningún indicio de turbación de espíritu, ninguna queja, ninguna preocupación por el ayuno corporal. Pero toleran la abstinencia en virtud de su habitual voracidad, por la que restauran las fuerzas. La temperancia de comida y bebida es madre de larga vida, defensa contra las enfermedades, y evita una muerte rápida. Conocí a muchos santos amantes de la soledad, que con cotidianos ayunos prolongaron su vida en más de un siglo, acaso vencedores del más allá, más que si se alimentaran en abundancia. Admiro a estos héroes de Cristo que han logrado tan larga vejez con pobre alimento, siempre célibes, siempre fijos en el mismo lugar, sin movimientos ni fatigas más duras. No me sorprende tanta voracidad unida /63 a tan gran vivacidad en los abipones. Todos los varones, pueden tanto ayunar como digerir con gran facilidad el alimento para reparar las fuerzas perdidas en la carrera, la natación, la caza, la equitación, y el adiestramiento militar casi cotidiano. Sin embargo, si no se repusieran con abundante comida, se marchitarían como las flores secadas por el frío y perderían su vigor. Según creo, nunca hubo mas enfermos por exceso de comida que por falta de alimentos. Así vemos a menudo que una lampara se extingue mas por falta que por exceso de aceite; estoy convencido que mueren menos por su voracidad que por una dieta prolongada. Los acérrimos defensores de la dieta me rechazarían; pero los sepultureros y los abipones aceptarán mi opinión, lo se. Acá viene al caso lo que el holandés Cornelio Bontekoe, maestro de medicina en Francfort, sostiene en sus comentarios para Viadrum: "más perjudica al cuerpo humano la sobriedad en la comida que la inmoderación, y prepara con mas certeza el camino a la tumba". De la misma opinión fue Francisco Bacon de Verulamio, que en la historia de la vida y de la muerte hoja 80, dice: Longaeviores repertisunt saepe numero Edaces, et Epulones, denique qui liberaliore mensa usi sunt (27). Agua no siempre muy dulce, nunca de fuente sino de arroyo o laguna y mas tibia o caliente que fría, es el cotidiano remedio para la sed de los abipones, aunque también los médicos prefieren el agua de arroyo o de lluvia a la de fuente, como medio de conservar la salud, porque contiene menos partículas nocivas. Y no permiten en toda su vida que sus labios prueben el agua fría. Consideran que /64 el agua de nieve o de hielo es causa de muchas enfermedades. Pero dejemos esto a los médicos. Nunca encontrarás en territorio abipon nieves, o fuentes de aguas heladas, o canales subterráneos donde se refrigere. Desconocen por completo el vino de uva (prensado o cremado de la fruta). Pero, aunque no usan más que el agua para aplacar la sed, cuando celebran el natalicio de un niño noble, o la muerte de algún jefe, o un consejo de guerra, o una victoria, se reúnen y toman un vino espeso que preparan de la miel o de la algarroba; al agriarse, les provoca la ebriedad, pero bebido con moderación es increíblemente útil para cl cuerpo; pues creen que la algarroba o la miel silvestre, prolonga la vida y robustece la salud. La miel, llamada por Plinio el néctar divino, vuelve inmortales a los mortales. Pitágoras, el medico Antíoco, Demócrito, Thelefo el Gramático y el romano Polión, cuentan que ellos llegaron a una extrema vejez porque la comieron y la bebieron; el último llego al siglo de vida. Preguntándale Cesar Augusto con qué recurso había logrado llegar a esa edad, le respondió: Melle intus, foris oteo (28). El 14 de febrero de 1770, las efemérides Vindobonenses anunciaron que en Smoleniz, un lugar de Hungría sometido a las leyes de Cristóbal Erdodi, había muerto Francisco Wascho, de más de ciento cuatro años; hasta el ultimo día conservó sus fuerzas y su memoria, de modo que era capaz de transportar una red llena de maderos. Atribuyeron su poderosa vejez en primer lugar al uso de la miel, que siempre había comido. Los abipones suelen beber la miel que abunda en todas las selvas, y poseen tanto vigor como larga vejez. Pero acaso deban esto también a la algarroba, que /65 beben o mascan en abundancia, mezclada con agua, como una bebida nativa. Por lo demás, es de sabor dulce y posee buenas virtudes: restaura las fuerzas perdidas, ayuda a engordar, limpia las vías respiratorias, evacua rápida y abundantemente lo vejiga por las propiedades diuréticas, contrarresta con gran eficacia los cálculos, alivia los dolores nefríticos, y elimina, en fin, muchas de las causas de las enfermedades que aquejan a los europeos. Yo mismo lo pude experimentar. La extensa Paracuaria no tiene caballos más robustos y sanos que los que nacen en el territorio de Santiago del Estero, donde hay abundancia de algarrobas esparcidas por todas las selvas. Pero conocerás que la algarroba que crece en Paracuaria difiere muchísimo tanto en tamaño como en propiedades de la africana o española, que son las que se venden en Alemania, aunque a éstas también se las utilice con frecuencia para usos medicinales.

A esto se suma el hecho de que los abipones, a no ser que los acobarde un viento muy frío, se lavan casi todos los días en algún lago o río que encuentren al paso; también entre los antiguos el uso del baño fue habitual y de mucha utilidad. El baño abre los poros de la piel y vuelve más fácil la respiración cutánea. Los caballos de Paracuaria, pese a los óptimos pastajes de que gozan, se consumirían enfermos y sarnosos si no tuvieran cerca un río o lugar donde pudieran bañarse, por el polvo que les molesta al pegárseles al cuerpo. Para quitarlo, los caballos europeos son diligentemente raspados con un /66 estriguil. Algunos prefieren antes que un baño frío, que se les corten las venas; pero de este modo la sangre se agota, y con el baño, se refrescan. Yo diría que los abipones deben a ese baño diario el que se los vea sanos y longevos, para envidia de muchos. En su historia de la vida y de la muerte, Francisco Bacon de Verulamio, sostiene esta opinión: Lavatio corporis in frigida bona ad longitudinem vitae; Usus balneorum tepidorum, malus. Hoja 181 (29). De él mismo es esta sentencia: Vivaciones fere sunt, qui sub dio vivunt, quam qui sub tecto (30). Los abipones pasan la mayor parte de su vida en el campo respirando el aire a cielo abierto, cosa tan saludable. Aunque algunas veces viven bajo esteras, al modo de la campaña, o en chozas fijas, nunca quedan encerrados allí sin recibir aire de alguna parte. Y no sólo viven teniendo el cielo como techo, sino que también son sepultados bajo él. Es increíble cómo aborrecen los sepulcros que se hacen en los templos.

Es propio de los médicos y farmacéuticos procurar todo lo que ayude a conservar la vida, retardar la muerte, aliviar los dolores y las enfermedades. Cuando vemos que los abipones desprovistos totalmente de ellos viven largo tiempo y poseen gran fuerza bélica, es como para creer que la carencia de médicos y farmacéuticos es la causa por la que estos bárbaros superan a los europeos en vigor y longevidad, ya que entre ellos hay muchos enfermos y pocos viejos. Laertio, en el libro IV, Cap. 6º, atestigua que Arcesilao decía esto: Del mismo modo que donde hay muchas leyes hay muchas trampas, así también donde hay muchos médicos, hay muchas /67 enfermedades. Los médicos de los abipones, sobre los que diré otras cosas, son viejos, y médicos de bestias, y nunca nacidos para curar enfermedades, sino para envolverse en fraudes y brujerías con el espléndido nombre de médicos. Nuestros misioneros que vivieron en las colonias de los chiquitos, superaron a todos los demás compañeros de Paracuaria por el tiempo que vivieron. Los más llegaron a una extrema vejez, aunque en mucha distancia no existiera ni la sombra de un médico, y la misma zona sometida a las anuales inundaciones, de ningún modo podría ser recomendada por la salubridad del clima o del terreno. Sin embargo el Provincial, que había de consultar sobre el buen estado de salud de los suyos, había proyectado enviar a estas colonias de los chiquitos a un hermano laico cirujano que se tomaría el trabajo de curar a los Padres, si alguno cayera enfermo. En verdad, todos los misioneros a una voz consideraban peligroso para ellos este propósito del Provincial; era evidente que entrarían las enfermedades a sus tierras junto con el médico; pues sobrevendría la quiebra de la salud tan floreciente hasta entonces con un uso artificial de los medicamentos. De este modo los demás prolongaron muchísimo su vida, carente de médicos según la costumbre de los abipones. Lo que recordé hasta aquí son las cosas externas del vigor, y las raíces de la vivacidad.

Está fuera de toda controversia que la incolumidad del cuerpo, depende en gran parte de la tranquilidad del espíritu. De aquí que los médicos salernitanos, cuando sugirieron al Duque Roberto de Normandía, heredero del trono británico, dicen en primer lugar: Curas tolle graveis (31). Se turbarán las funciones del cerebro, se debilitará el estómago, las fuerzas, desfallecerán más y más, por un alimento deficiente, se perderán los mejores humores, si la mente es oprimida /68 por estados turbulentos, soledad, amor, temor, ira, tristeza. El cuerpo estará sano, si en él habita un espíritu sano. Nadie admirará que los abipones sean de tan larga vida y óptimo vigor. Viven olvidados de las cosas pasadas, atentos sólo al presente, muy raramente angustiados por el futuro. Temen el peligro, pero porque no comprenden su gravedad; lo desprecian, porque siempre creen que podrán superarlo o evadirlo. Cuando se anuncia que muchos enemigos están por llegar, muy pronto, a veces, piensan en una oportuna fuga; otras, mientras esperan con expectación el asalto, consideran alegres entre cantos, que éstos son un remedio para su debilidad, y el sepulcro de sus temores. Los agudos cuidados para sobrellevar los asuntos domésticos, para vestirse o alimentarse, apenas si tienen un lugar entre ellos. No tienen ninguna cosa mortal por la cual se desespere su amor o deseo; y lo que tantas veces sucede a los europeos, ellos casi nunca enloquecen. No están sometidos ni por mucho tiempo ni con vehemencia a ningún afecto. Cultivan su cuerpo con esta tranquilidad de espíritu, y llegan así hasta la extrema vejez. No niego que el mismo ambiente en que viven, ni agitado por los rigores del frío ni por el ardor del sol, es base de su salud; y no la única, pues los españoles y otros indios, aunque gozan de la misma temperatura, sin embargo no viven lo mismo que los abipones. Si los europeos envidian esta longevidad de los abipones, que imiten su modo de vida. Apacigüen su espíritu con la renuncia de las pasiones vehementes. Reemplacen los afanes por la quietud, el vino por el agua, el ocio por el movimiento; moderen el lujo de la comida y del vestido. No se corrompan con comidas excesivas para excitar el hambre. Usen los médicos y las medicinas con /69 moderación. Y, en lo que hay de más oportuno para conservar la salud, aborrezcan las voluptuosidades como si fueran una ruina segurísima, y prefieran para sí una fresca vejez. Muy poco agradaría ver a adolescentes podridos, como los frutos, antes de madurar. No lo olvides: los venenos se esconden bajo la dulce miel.



CAPÍTULO VIII

SOBRE LA RELIGION DE LOS ABIPONES



Nulla gens est neque tam inmansueta, neque tam fera, quae non, etiamsi ignoret, qualem Deum habere deceat, tamen abendum sciat (32), dice Cicerón en el libro I, de De Legibus. Omnibus innatum est, et in animo quasi sculptum, esse Deos. (33); afirma él mismo en De Natura Deorum, II, y repite la misma sentencia en I, Tusculanae Quaestiones, y en I, de Responsis Aruspicum. Haec est summa delicti, nolle recognoscere (Deum) quem ignorare non possit (34), escribió Tertuliano en la Apologética contra los gentiles. Los teólogos a una voz niegan que el hombre.en pleno uso de razón pueda ignorar sin culpa a Dios por mucho tiempo. Yo defendí esta sentencia acérrimamente cuando enseñé en la Universidad cordobesa de Tucumán, en el cuadrienio de Teología que comencé en Griego. Pero cuánto me admiré cuando, trasladado desde allí a las colonias de los abipones, no encontré en toda la lengua de estos bárbaros una palabra que significara a Dios o de algún modo /70 a la divinidad. Al introducirlos en la religión, tomaban prestados el nombre de Dios del español. Así en el catecismo de ellos aparece: Dios, ecnam caogario, Dios, hacedor de las cosas, porque ncàoé significa hacer.

Nuestro teólogo Peñafiel atestigua la existencia de no pocos indios que interrogados alguna vez si en toda su vida habían conocido algo sobre Dios, respondían: Nunquam omnino (35). Los portugueses y españoles que llegaron primeros o las costas de América afirman no haber hallado entre los brasileros y otros bárbaros ningún indicio del conocimiento divino. Lo mismo se ha escrito sobre los más antiguos groenlandeses. De modo que no será arbitrario aquello de Cicerón en De Natura Deorum, I: Dari, gents sic immanitate esseratas, apud quas nulla sit Deorum suspicio. (36). Como escribe Pablo en la I a los Tesalonicenses, Capítulo IV: Sicut et gentes, quae ignorat Deum (37). Aunque el mismo Apóstol asegura, en la epístola a los Romanos, Capítulo I, que esta ignorancia de Dios, de ningún modo es sin culpa ni puede excusarse: Ita ut sint inexcusabiles (38), porque podrían llegar al conocimiento del Dios creador por la contemplación de las cosas creadas. Si alguien quisiera hallar alguna excusa, podría decir que los bárbaros americanos son todos torpes y de ingenio obtuso para todo lo que no ven. Este razonamiento es singular y peregrino. Nada hay de admirable, en fin, que aquéllos, de la contemplación de las cosas terrestres y celestes, no aceptaran ni al Dios arquitecto de las cosas, ni alguna realidad celestial. Viene al caso lo que referiré: Haciendo un recorrido con catorce abipones, en la margen alta del río de la Plata, conversaba una noche al fuego sobre esta costumbre. Por todas partes un cielo claro recreaba nuestra vista con sus estrellas titilantes. /71 Al cacique Ychoálay, el más sagaz de todos los abipones que conocí, y el más notable en la guerra, agradaba hablar. ¿No ves esta majestad del cielo, decía yo, y este orden, y esta magnífica fiesta de estrellas? ¿Quién o qué pensaría que esto es fortuito?, le pregunto. El carro se vuelca, como sabes, si los bueyes no son guiados por alguien. ¿Acaso no es extraño que tantas bellezas del firmamento existieran por azar; estas carreras y estas vueltas del orbe celeste, se gobernaran sin la razón de una mente sapientísima, como se cree? ¿Quién te parece que es el autor y moderador de estas cosas? ¿Qué opinarán nuestros mayores de esto? Padre mío, me respondió Ychoálay, mis abuelos y antepasados solían mirar la tierra en derredor, solícitos para ver si el campo ofrecería pasto o agua para los caballos. Pero nunca se atormentaban en absoluto por saber quién rigiera el cielo, o fuera el arquitecto y rector de las estrellas. El dijo esto; y en verdad no dudo de que así haya sido. También observé que los abipones, cuando no captaban un objeto al primer golpe de vista, disgustados por la molestia de escudriños, dicen: orqueenam? ¿Qué será esto? Esta expresión es familiar a los guaraníes: Mbaenipo?, que significa lo mismo. A veces con la frente fruncida, cuando parecen captar el objeto, agregan: Tupa oiquaà. Deus novit, quid sit? (39). Como el cerebro de los indios es de tan corto bagaje de entendimiento, y tan perezoso para razonar, es de admirar que ellos o no sepan o no quieran deducir otra cosa sobre este asunto. Para que alguien no piense que el desconocimiento del numen divino es atribuido equivocadamente a algunos bárbaros americanos, conviene recitar aquí la Bula Apostólica que Pío V, Pontífice celebérrimo por su conocimiento de las cosas divinas, por su ciencia y santidad, publicó el 29 de abril de 1568. Escucha sus palabras: Innumerabiles fructus, quos benedicente Domino Chiristiano orbi societas. Festi, viros /72 sis erarum, praecipue sacrarum scientia, religio, vita exemplari, morumque sanctimonia conspicuos, multorumque religiosissimos Praeceptores, ac verbi Divini, etiam apud longinquas, et Barbaras illas nationes, quae (Nota bene) Deum penitus non noverant, optimos Praedicatores, et interpretes producendo, felicissime hactenus attulit, et adhuc solicitis studiis afferre non desistit, animo saepius revolventes nostro – Societatem praefatam, Nobis, et Apostolicae Sedi apprime charam singulari, Paternoque amore prosequimur etc. (40). Los europeos que llegaron primero a las provincias americanas, pintaron con negros colores la estupidez de sus habitantes. Consideraron que ellos apenas merecían ser contados entre los hombres, que debían ser tenidos como animales. Como refiere Gomara en la historia de las Indias, capítulo 217; y Ciriaco Morelli lo atestigua en sus Fastos del Nuevo Mundo. El hermano Thomás Ortiz, obispo de Santa Marta, dice en cartas enviadas a la Corte de Madrid: los americanos son necios como jumentos, torpes, fatuos, dementes, inhábiles para captar las enseñanzas de la religión, faltos de ingenio humano y de juicio. Avergüenza recordar aquí los monstruosos tipos de crímenes de que se los acusa. Para obtener crédito a sus cartas las cierra con estas palabras: los hemos conocido tal cual son, por cuanto hicimos por los americanos. Algunos españoles afirman que éstos eran tan estúpidos que, aunque adultos, eran niños, no dueños de razón; que debían ser purificados en la fuente del sagrado bautismo, pero eximidos de la carga de la confesión sacerdotal; y quisieron negarles el uso de los demás sacramentos. Paulo III publicó en junio de 1537 una obra en la que declaraba públicamente que los americanos eran veri homines, fidei catholicae, et sacramentorum capaces (41), cuando Bartolomé de las Casas, prelado español y después obispo, /73 defendió la causa de los indios, porque escuchó entre los españoles la creencia de que las crueldades de los naturales parecían haber sido exageradas excesivamente por algunos europeos. El mismo Pontífice Paulo III resolvió que no se negaría la Eucaristía a los indios. Así en el libro 16, de Torquemada, en el Capítulo 20, de la Monarquía Indica, el decreto pontificio comienza: Veritas ipsa (42), y es evidente en Haroldo. No obstante esto: in Peruvio Indi adulti, jam baptizati, iidemque peccata legitime confessi neque femel singulis annis, neque vero mortis urgente discrimine communicantur (43). Como dice Acosta, en el Libro 6, Capítulo 8, en De procuranda Indorum salute. Y no se consiguió que se impidiera tomar la Eucaristía a los indios, por tres exhortaciones y conminaciones de los Concilios celebrados en Lima. Lo que se deduce de quejas y decretos de los sínodos de Lima, la Plata, Arequipa, La Paz y Paracuaria, que se realizaron en el siglo en curso. Los Párrocos que negaban la Eucaristía a los indios, alegaban su estupidez, ignorancia, e inventada maldad. El sínodo religioso de La Paz en 1638, consideró que esta ignorancia de los naturales debía ser atribuida a la negligencia de los Pastores; pero con trabajo diligente saldrían de las innatas tinieblas del espíritu y del miserable cieno de sus maldades.

Siento absolutamente lo mismo, conocedor por propia experiencia recogida en los diez y ocho años que pasé tanto entre los guaraníes como entre los abipones. En efecto, yo mismo conocí a bárbaros muy salvajes, nacidos en las selvas, acostumbrados toda su vida a supersticiones, rapiñas, y muerte, brutos e ignorantes, que sin embargo una vez trasladados a nuestras colonias, por la cotidiana instrucción y el ejemplo de los más antiguos, abrazaron finalmente con gran tenacidad y conocimiento las leyes divinas. Y no me admiro. Los elefantes, perros, caballos, y algunas fieras domesticadas, si se encuentran con maestros idóneos, ¿qué artes no aprenden? Los diamantes /74 resplandecen con los artificios de una mano diligente. Praxíteles, transformó un tronco en Mercurio. Los americanos son de mente tardía, y débil, pero supliendo la habilidad de los maestros a la imbecilidad de los discípulos, se forman para toda humanidad y piedad, como para todo tipo de artes. De qué modo la disciplina agudiza el ingenio de los indios, hasta cuánto se extienden sus condiciones, lo verías con tus propios ojos, si lo desearas. Deberías conocer las fundaciones de los guaraníes. En cada una de ellas encontrarías a indios muy diestros en la fabricación y dominio de los instrumentos musicales, hábiles pintores, escultores, fabricantes de cofres, artífices de metales, tejedores, arquitectos, eximios escribas, y otros ¿por qué no?, que saben dedicarse a toda regla de arte como la relojería o la fabricación de campanas o franjas de oro. Hubo no pocos, que compusieron libros, y de gran volumen, en tipos no sólo de su lengua materna, sino también en la latina, habiendo grabado ellos mismos el cobre. Saben escribir libros a pluma con tal arte, que los europeos más observadores afirmarían que es obra de un tipógrafo. Los obispos, gobernadores u otros huéspedes se asombraron de los artífices guaraníes que vieron u oyeron en sus fundaciones. Si estas artes se ignoran en todas las demás fundaciones y provincias de América, no debe atribuirse a la estupidez de los indios, sino a la pereza de los maestros que los instruyen. Nuestras misiones italianas, belgas o alemanas, obtuvieron de los guaraníes tanto músicos como maestros de las demás artes admirándose de qué modo increíble los indios son dóciles más allá de lo esperado. Sin embargo nosotros hemos comprobado esto: los naturales aprenden más fácil y rápidamente las cosas que ven, que las que oyen; como los demás mortales, que se educan más rápidamente /75 por los ojos que por los oídos. Si muestras a un guaraní algo para pintar o esculpir, y se lo pones a la vista como modelo para que lo ejecute, lo expresará por imitación perfectamente, y obtendrás una obra con precisión y elegancia. Si falta el modelo, no esperes de él sino boberías y abortos de arte, por más que le hayas expuesto con toda clase de palabras tu idea, al respecto. Ni creas que los americanos carecen de fidelidad de memoria. Logré la antigua costumbre en las fundaciones guaraníes de que el indio pretor de la ciudad o algún otro maestro entre los principales, repitiera en público, en la calle o en el patio de nuestra Casa, el Sermón dicho por el sacerdote en el púlpito. Todos los demás lo escuchan sin omitir ningún detalle o frase. Tienen impresa en la memoria la sinfonía que ejecutan dos o tres veces a voz, en instrumentos o en órganos después de haber fijado los caracteres musicales con la vista, de tal modo que, si el viento hiciera volar la partitura, no la necesitarían. Parece así probarse que los americanos no tienen tan poca pobreza de ingenio, como muchos escritores le atribuyeron indebidamente. Sin embargo, no niego que en otros pueblos hay algunos más sagaces; yo he observado en Paracuaria que las tribus de indios jinetes aventajan en vigor tanto físico como mental a los pedestres. Los abipones dieron muestras de su perspicacia cuando en guerra continuada de muchos años combatieron tantas veces a los españoles con astucia, ya eludiendo, ya oprimiendo con insidias, no sin grandes estragos. De esto hablaré en otro lugar. Pero por el ingenio con que realizan impune y prósperamente las expediciones militares, parece que de ningún modo debía serles excusado el desconocimiento de Dios, de tal modo que no conocen ni /76 siquiera su nombre, cuando abundan en vocablos para significar todas las demás cosas. De aquí infiere el teólogo que la facultad de comprensión de los abipones no se circunscribiría a límites tan estrechos que no pudieran conocer o sospechar la existencia de un Dios Creador y Rector del universo, partiendo de las cosas creadas que tienen a la vista. ¿Quis est tam vecors – dice Cicerón en las respuestas de Arúspices – qui aut quum, suspexit in coelum, Deos esse non sentiat? (44). El en otro tiempo ferocísimo pueblo de los guaraníes, conoció al Numen Supremo y lo llamó en lengua nativa Tupâ. Este vocablo se compone de dos partículas: Tû, significa admirador, y Pâ, interrogador. Impresionados por un cielo tormentoso, solían exclamar con miedo: Tupâ. De tal modo que, del fragor del trueno y de los rayos, de raros poderes, comenzarían a respetar la majestad y extraño poder del Numen; y parecerían confirmar de algún modo la sentencia de Papinio, que no debe ser aprobada: Primus in orbe Deos fecit timor (45). También los mismos romanos llamaron a Júpiter, su máximo dios, el Tonante.

Había dicho que los abipones debían ser elogiados por su ingenio y fortaleza de espíritu. En verdad me avergüenzo de esta excesiva alabanza. Canto la Palinodia: Los proclamo carentes de mente, delirantes e insanos. ¡He aquí mi argumento de su locura! Ignoran a Dios y al nombre de Dios. Llaman con gran complacencia al mal espíritu Aharaigichî, o Queevèt, y a su antepasado Groaperikie. Proclaman que éste es tan antepasado suyo como de los españoles, con esta diferencia: de que en el de éstos los vestidos son espléndidos, de oro y plata; en el suyo en verdad lo excusarían de magnificencia por el nombre de sus herederos. Consideran sin embargo, que ellos son más intrépidos y valientes que cualquier español. Si te place preguntarles: qué fue en otro tiempo aquel antepasado, en qué consistía, te dirán llanamente que lo ignoran. Si /77 insistes otra vez, te dicen que este su antepasado es semejante a cualquier indio de los que viven. ¡Cuán vacía y absurda es su teología! Adoran lo que desconocen, al modo de los atenienses, que habían levantado un altar al Dios desconocido. Los abipones se jactan de ser nietos de un demonio, como los primitivos galos se decían hijos de él. Escucha a Julio César, que lo afirma en el Libro VI de De Bello Gallico: Galli se omnes ab Dite patre prognatos praedicant: ldque a Druidibus proditum dicunt (46). Los latinos llamaron Ditem a Plutón, dios de los infiernos. Los abipones creen que las Pléyades, grupo de siete estrellas, son la imagen de su abuelo. Cuando éstas alguna vez no se ven en el cielo de América meridional, creen que su ascendiente está enfermo y que va a morir, por lo que temen un año malo. Pero cuando a principio de mayo estas estrellas se ven otra vez, piensan que su antepasado se ha repuesto de la enfermedad, y saludan su reaparición con clamores festivos y con alegres sonidos de flautas y cuernos de guerra, y se alegran de que haya recuperado la salud. ¡Quemen naacbic latenc! ¿layàm navichi enà? ¡Ta Yegàm! Layamini. ¡Cuántas gracias te debemos! ¿volviste por fin acá? ¡Eh! ¡Te estableciste felizmente! De este modo manifiestan su alegría o estupidez, y llenan el lugar con sus voces. Al día siguiente todos corren a buscar la miel con la que preparan una bebida. Tan pronto como está lista, de todas partes se reúnen en público testimonio de gran alegría a la caída del sol. Los abipones casados pasan la noche sentados en el suelo, sobre una piel de tigre, bebiendo. Las mujeres circunstantes, cantando con voz ululante, y el grupo restante de los célibes riendo y aplaudiendo, mientras brillan teas aquí y allá para calentarse. Alguna hechicera maestra de ceremonias, dirige a intervalos la danza. Da vuelta en la mano, como un juguete, una calabaza llena de semillas muy duras para dirigir a los músicos; y a la /78 par salta en el mismo lugar alternando el pie derecho con el izquierdo. El horrible rugido de las trompetas y clarines militares, reemplaza de igual modo esta tan absurda danza de la frenética mujer, a la que los espectadores circunstantes aplauden vociferando, acercando la mano a los labios. Sin embargo, nunca observarás nada en estas cosas que tenga signo lascivo o de descaro. Los varones se acercan con decencia a las mujeres, los niños a las niñas. Consideran tales tonterías del pueblo que se regocija, como una función sagrada por el restablecimiento de su antepasado. Esta supersticiosa fiesta fue desterrada por nosotros, no sin gran trabajo, sobre todo entre los abipones Nakaigetergehes. Aquella saltarina sacerdotisa de la ridícula fiesta, como muestra de singular benevolencia, fricciona alguna vez con su calabaza las pantorrillas de los varones, y los insta en nombre de su abuelo a que igualen su rapidez en la cacería de fieras y enemigos. Pero al mismo tiempo son consagrados por ella, con grandes ritos, nuevos hechiceros cuantos haya considerado aptos para este oficio. Ya debe tratarse abundantemente sobre esta tan insana raza de hombres. /79



CAPÍTULO IX

SOBRE LOS MAGOS DE LOS ABIPONES, LOS HECHICEROS Y LOS ANCIANOS



El ridículo desecho de los hechiceros, aunque tramado con fraudes y engaños, tiene entre los abipones la misma autoridad y veneración que la que dicen que tuvieron en otro tiempo los magos entre los persas, los astrólogos entre los asirios, los filósofos entre los griegos, los profetas entre los hebreos, los brahamanes entre los indios de Oriente, los arúspices entre los ítalos, los antiguos druídas entre los galos. Si mal no recuerdo, no hay pueblo en Paracuaria que no los tenga; así como los latinos tienen magos, los españoles hechiceros, los alemanes Zauberer o Hexenmeister, los indios guaraníes tiene los abá paye, los Payaquas, Pay; los abipones los llaman con el nombre del diablo: Keebèt, o artífices del diablo; porque creen que han recibido del espíritu maligno, al que consideran su abuelo, el poder de realizar actos sobrehumanos. Estos taimados, de cualquier sexo que sean, sostienen que con sus artes pueden hacer y conocer cualquier cosa. No hay bárbaro que no crea en sus hechiceros; que el poder de estos pueden acarrearles la muerte o la enfermedad, curarlos, predecir las cosas futuras o lejanas, atraer las lluvias, el granizo y las tempestades; /80 las sombras de los muertos y consultarles sobre las cosas ocultas; adoptar forma de tigre, tomar impunemente en la mano cualquier tipo de serpiente, etc. Se imaginan que estas habilidades les fueron otorgadas por el demonio, su abuelo, no adquiridas con artes humanas. Los que aspiran a este oficio de hechiceros, dicen que se sientan en un viejo sauce inclinado sobre algún lago, guardando una prolongada abstinencia durante varios días, hasta que notan que comienzan a prever en su espíritu las cosas futuras. Esto lo supe por personas entendidas; pero siempre me pareció más bien que estos bribones, por la dieta prolongada, se quedan imbéciles y sufren un cambio en el cerebro, deliran creyendo que saben más que el resto del vulgo, y se hacen valer como magos. Primero se engañan a sí mismos, y después engañan a los demás. Pero no difieren en nada de los otros, a no ser por su arte para engañar y tramar fraudes. Y en verdad, que esto no les da ningún trabajo con esos rudos crédulos que enseguida atribuyen a poderes mágicos y consideran un prodigio cualquier cosa que no hayan visto antes.

En cierta oportunidad, estaba yo arreglando unas rosas de lino para adornar el templo; los indios me miraban ávidamente, admirados por la imitación de la naturaleza, y exclamaban: el Padre o es mago, o nacido de madre profética. Un europeo, laico nuestro, se hallaba tallando una vez en madera no sé qué cosa con gran habilidad y rapidez, y todos lo celebraban como al más grande mago, porque nunca habían visto hasta entonces ni un torno ni ninguna cosa cincelada. Cualquier obra de pirotecnia, neumática, o experimento de óptica, que entre los europeos son conocidos y cotidianos, son tomadas entre ellos como rotundas pruebas de magia. Esto es confirmado por /81 el hecho de que los brasileros llaman a sus magos Caraybà o Paye, por la virtud de hacer milagros; y dieron ese nombre a los europeos a su llegada, porque se admiraban de las cosas que éstos hacían; desconocidas para ellos, y que las creían sobrehumanas. Los guaraníes, cuya lengua es muy distinta a la brasilera, llaman a los españoles y europeos, Caray.

Estos embaucadores saben usar en provecho propio la simplicidad del pueblo rudo, y se jactan de ser vicarios e intérpretes del demonio, su abuelo; intérpretes del futuro, mistagogos, artífices de la enfermedad y, si lo desean, vencedores, adivinos, dominadores de todos los elementos, y cuando se les ocurre persuaden a los crédulos de cualquier cosa. Están prontos para las mil artes del engaño. A veces, enterados en secreto de que el enemigo se dispone a atacarlos, presentan a sus compañeros esta noticia como recibida del gran Apolo, o descubierta por su abuelo. Así, lo que han sabido por conjeturas, por aviso clandestino o por propia investigación, lo predicen con gran ostentación como cosa del futuro, y son recibidos como inflamados por espíritu mágico con oídos atentos. Si los hechos llegan a no confirmar el vaticinio, no faltan excusas con que salvaguardar su autoridad. De pronto anuncian a media noche, con silbidos y flauta, que el enemigo se acerca; todos los hombres, confiados en la fe de sus hechiceros, corren a las armas; las mujeres se refugian con sus hijos en los lugares más seguros. A menudo, pasan horas y noches enteras, pero no aparece ningún enemigo, ni siquiera una mosca. Las mujeres temiendo la muerte; los hombres, amenazando con la muerte a sus enemigos. Pero para que no sufra detrimento la fe en los vaticinios o la autoridad del vate, afirman sonrientes /82 que el demonio, su abuelo, ha impedido el ataque. A veces sucede que inopinadamente llega otra falange de enemigos, que el insigne hechicero no había presentido ni preanunciado como peligro de agresión. Oportunamente me viene a la memoria esta anécdota: un atardecer se me acercó corriendo un abipón adolescente trayendo un freno de hierro, un hacha, y no sé qué otras bagatelas como sus tesoros para que los guardara en el templo. Le pregunto la causa de esto; me responde que los enemigos han de llegar esa noche, y afirma que su madre, una hechicera de fama reconocida, se lo había preanunciado; porque cada vez que el enemigo se acerca le pica el brazo izquierdo. ¡Oh!, le respondí, atribúyelo a las pulgas, buen niño; yo sé esto por experiencia propia: de noche y de día las pulgas me pican insolentemente el brazo derecho y el izquierdo, cuando no otras partes; si esto fuera indicio de enemigos, no tendríamos ningún día ni ninguna noche sin escaramuzas. Pero mi respuesta fue en vano; pues divulgándose el rumor sobre el presagio de la vieja por toda la colonia, hubo gran turbación durante toda la noche. Sin embargo, como otras tantísimas veces, no hubo ningún indicio ni rastro del enemigo.

Los abipones, ya sea por deseo de gloria o de botín, andan siempre presintiendo las maquinaciones de los otros contra ellos, como en otros pueblos se trama la guerra. Como tan ardientemente quieren velar por su seguridad, aquello les resulta fácil, porque en cualquier motivo útil encuentran peligro: un leve rumor, un humo divisado a lo lejos, señales desconocidas en algún camino, el intempestivo ladrido de algún perro, les ofrecen sospechas sobre la inminencia del enemigo mientras temen la venganza una vez producido el estrago /83 entre los de afuera. Para tranquilizar y preparar los ánimos, se encomienda a las hechiceras la tarea de consultar, de acuerdo a la costumbre del demonio su abuelo, sobre, lo que hay que temer y hacer. A primera hora de la noche se reúne en la choza más grande el coro de viejas; la principal entre ellas, más venerable por las arrugas y canas, con dos grandes timbales, y con intervalo de cuatro tonos que llaman arpeggio (47), los pulsa produciendo disonancias, y lanzando un mugido terrible; y, con aquel rito de lamentarse con gritos estridentes, no sé qué profecía pronuncia sin ton ni son. Las mujeres presentes, con los cabellos esparcidos por la espalda y desnudo el pecho, agitan en las manos unas calabazas haciéndolas sonar, y con voz ululante cantan conocidos cantos fúnebres, a los que acompañan con continuo movimiento de pies y brazos. Pero otras timbaleras vuelven a esta música infernal intolerable a los oídos, porque agitan unas ollas cubiertas con pieles de gamos y ciervos, que hacen sonar con unos bastoncitos muy finos. Este desordenado y tumultuoso vocerío, podría parecer más a propósito para aterrorizar y ahuyentar al demonio que para consultarlo y llamarlo. En eso llega la noche. Al amanecer, de todas partes concurren a la choza de las viejas como al oráculo de Delfos. Uno por uno entregan a las cantoras regalos. Todos preguntan con avidez cuáles fueron las predicciones de su abuelo. Las respuestas de las viejas siempre son ambiguas y de doble sentido, de modo que con cualquier cosa que sobrevenga, parezca que han predicho la verdad. Una vez fue consultado el demonio en distintas chozas por distintas mujeres. Estas aseguraban pertinazmente que el enemigo llegaría al amanecer; aquéllas lo negaban obstinadamente. Sobrevino /84 una cruenta riña por la opinión de aquellas mujeres y sus oráculos: Se pasó de las palabras a los hechos; no es raro que la discusión termine con puños, uñas y pies. A veces, cuando más acerbo es el deseo de conocer el futuro, o más los urge la evidencia de un peligro amenazante, ordenan a alguno de los hechiceros que convoque la sombra de un muerto y que les descubra al instante de qué los amenazan los hados. Una promiscua multitud de toda edad y sexo rodea la tienda del adivino. El hechicero se oculta tras un cuero de vaca a modo de cortina. Con un murmullo por momentos lúgubre y por momentos imperioso, pronuncia oráculos arbitrarios, y proclama por fin que el espíritu de éste o aquél (al que el pueblo quiso invocar), se ha hecho presente. Le interroga una y otra vez sobre sucesos futuros; y cambiando súbitamente la voz, responde lo que le parece propicio al caso. No hay uno solo entre los presentes que ose dudar de la presencia de la sombra o de la veracidad de la predicción. Algún abipón noble entre los suyos e inteligente, me aseguraba con gran ardor que él había visto con sus propios ojos el alma de una india cuyo marido, Acaloraikin, vivía entonces en nuestra colonia. Para convencerme, me la describió con vívidos y ridículos colores. También muchos españoles que pasan toda su vida cautivos entre los abipones desde niños, están convencidos que los manes se hacen visibles por el nigromántico llamado de los hechiceros para responder a sus preguntas, sin que intervenga en este asunto ningún engaño. Quien, aunque muy prudente, preste fe a estas tonterías, es siempre engañado, tanto como se engaña a sí mismo. /85

De esta costumbre bárbara de evocar a los muertos, se deduce que ellos creen en la inmortalidad de los individuos, como se ha colegido también de los ritos y dichos de otros. Así suelen colocar en la tumba de los muertos ollas, ropas, armas, o caballos atados, para que no les falte nada de aquello que pertenece al uso diario de la vida. Creen que los pichones de patos llamados por los abipones Ruilili, quo vuelan de noche en bandadas con un triste silbido, son las almas de los difuntos; y llaman a los manes, espíritus o espectros, mehelenkackiè. En la colonia de San Jerónimo, un español encargado de una finca, Rafael de los Ríos, fue muerto cruelmente por unos bárbaros que lo atacaron por sorpresa en su choza; yo lo recuerdo. Unos meses después se me presenta un abipón catecúmeno y me pregunta si todos los españoles que mueren son recibidos enseguida en el cielo. Como un compañero mío le respondiera que esta felicidad la obtienen sólo quienes terminan su vida con una piadosa muerte, el abipón repuso: estoy totalmente de acuerdo; parece que aquel español Rafael, muerto hace poco, no subió al cielo todavía; nuestros hombres lo encuentran casi todas las noches recorriendo el campo a caballo y silbando tristemente. Desde entonces pude afirmar categóricamente lo que hasta el momento no fuera más que conjetura o imaginación: estos bárbaros creen que las almas sobreviven a la muerte; aunque ignoran por completo a dónde van o qué suerte corren. En otros pueblos de Paracuaria existe esta creencia sobre la inmortalidad de las almas. Los patagones y otros que viven en las tierras magallánicas, están convencidos que las almas de los muertos viven en tiendas bajo tierra. Esta disgresión desde los hechiceros hasta la inmortalidad del alma /86 debe serme perdonada, pues precisamente pertenece a la religión de los abipones, de la que tratamos aquí.

Con todas las cosas que conté sobre los hechiceros, ¿quién no comprendería que su ciencia y todas sus artes están determinadas por el engaño, la astucia y el fraude?; sin embargo los bárbaros los siguen con fe y obediencia prestísima mientras viven, y los veneran como divinos después de muertos. Cuando emigran, llevan sus huesos de mano en mano, como honorífica prenda sagrada. Siempre que los abipones ven brillar un meteoro, – que en América, con cielo seco, son muy frecuentes –, o tronar dos o tres veces, como un trueno de guerra, creen que uno de sus hechiceros descendió en algún lugar, y los muy tontos piensan que su muerte es celebrada con ese fulgor y con ese trueno. Si salen de correría para guerrear o cazar, se les suma alguno de estos ladinos como compañero de viaje; y suelen estar pendientes de sus palabras, porque opinan que es conocedor y preanunciador de las cosas que puedan conducirlos a la felicidad de la expedición. Les enseñan el lugar, el tiempo y el modo de atacar a las fieras o al enemigo. Si se presenta una batalla, da vueltas a caballo alrededor del frente de batalla de los suyos, azota el aire con una rama de palmera; y con rostro torvo, ojos amenazantes y gesticulación simulada, maldice a los enemigos. Creen que esta ceremonia es lo más oportuno para lograr el éxito. En pago de su trabajo se le adjudica la mejor parte del botín. Yo vi que estos embaucadores se apoderaban de los caballos más rápidos o de los mejores utensilios, aunque no me admiró. Obtienen del crédulo pueblo cuanto quieren, sin que nadie se atreva a darles la repulsa. Todos los honran en gran manera, pero más los /87 temen. Consideran nefasto tanto contradecir sus sentencias como oponerse a sus mandatos, por temor a la venganza. Si alguien resulta hostil a un hechicero, éste lo cita a su casa, y lo ve someterse sin vacilación. Le imputa alguna injuria o quizás una culpa imaginaria y le ordena un castigo en nombre de su abuelo. Le hace desnudarse el pecho y la espalda y lo frota fuertemente por todas partes con una agudísima mandíbula de pescado, (que los españoles llaman palometa), desgarrándolo. El pobre infeliz no osa levantarse aún cuando le mane sangre, considerando un beneficio que se le permita retirarse con vida.

A menudo amenaza a todos sus compañeros con que se transformará en tigre y que allí mismo los despedazará a todos juntos. En cuanto comienza a imitar el rugido del tigre, los vecinos se dispersan con increíble desorden; pero quedan escuchando a lo lejos las voces fingidas. ¡Oh! ¡Comienzan a brotarle por todo el cuerpo manchas de tigre! ¡Oh! ¡Ya le crecen las uñas!, exclaman atónitas y con temor las mujeres, aunque no pueden ver al embaucador, que se esconde en su tugurio; pero aquel pavor frenético trae a sus ojos cosas que nunca existieron. Quienes a menudo se habían reído de las cosas que deben ser temidas, sienten ahora temor hacia aquella de las que debieran reírse. Yo les decía: vosotros que diariamente matáis sin miedo tigres verdaderos en el campo, ¿Por qué os espantáis como mujeres por un imaginario tigre en la ciudad? Sonrientes, me contestaron: vosotros, Padre, no comprendéis nuestras cosas. A los tigres del campo no les tememos y los matamos, porque los vemos; tememos a los tigres /88 artificiales porque no podemos ni verlos ni matarlos. Pero, – yo les rebato la fútil excusa – si no puedes ver al falso tigre que este embustero finge para atemorizarte, ¿Con qué juicio, te pregunto, conociste las manchas y las uñas? Pero no hay discusión con ellos, adheridos a la opinión de sus mayores, y pertinaces ante todo razonamiento. Una atroz tempestad cae sobre la tierra, cargada de rayos, de terribles granizos, de fuerte lluvia y de vientos; todos afirman a una voz que la tempestad ha sido suscitada por algún hechicero que produjo con sus artificios el granizo, el viento y la inundación. Sin embargo suele haber discusión por una misma tempestad; pues dos hechiceros gritan a la vez que han sido autores de la tormenta. Escucha un acontecimiento del que no puedo acordarme sin risa: una noche de enero cayó una fuerte lluvia, y precipitándose desde la colina vecina, casi había sumergido bajo el agua a la colonia de San Jerónimo. Las aguas irrumpieron con gran fuerza en mi choza, entraron por la puerta que era de cuero, la rompieron y arrastraron; al no encontrar otra salida, se acumularon allí hasta una altura de cinco pies. Yo, que dormía, me desperté con el estrépito, y saqué la mano de la cama para averiguar la altura del agua. Si la pared no hubiera sido perforada permitiendo su salida, hubiera tenido que nadar, o morir ahogado. La misma suerte cupo a los abipones que tenían sus chozas en el declive del suelo. He ahí que al día siguiente corrió el rumor de que una hechicera, no sé quién, enojada contra alguno, había querido sumergir a todos los compañeros en una inundación; pero que otro había repelido con sus artes a las nubes, y conteniendo la lluvia había salvado a la /89 ciudad. En verdad ocurre lo mismo entre los europeos: tantas cabezas, tantas opiniones. Aquella terrible lluvia no había tocado los campos, donde Pariekaikin, jefe de los hechiceros abipones por aquel tiempo, consumía ávidamente el agua que tanto necesitaban otros, después de la prolongada sequía. Este declaró que el Padre José Brigniel, un compañero mío, había sido el autor de aquella lluvia para provecho de la ciudad donde él mismo, Pariekaikin, no había querido vivir; entonces el Padre había doblegado las nubes con sus artes por el deseo de venganza, para que ni una gota tocara el lugar donde el hechicero vivía; no dudaron en agregar a este Padre en la lista de hechiceros. Cuando tratemos de las enfermedades, ya verás de qué modo los hechiceros conminan a las enfermedades para ahuyentar los dolores mediante sus engaños.

Es común a los hechiceros americanos trabar comercio con el espíritu maligno y coloquiar con él. No sólo convencen de ello a los rudos bárbaros, sino que también comenzaban a convencer a algunos escritores europeos. Yo, que aprendí todo esto en largos años de convivencia con ellos, nunca llegue a convencerme de tales cosas; nunca me cupo la menor duda de que no podían conocer ni hacer nada que superara las fuerzas humanas. Convencido de que si algún poder tuvieran me harían daño, muchas veces los provoqué a propósito. En otras oportunidades, con muestras de amistad y halago seguimos sus ceremonias con vistas a lograr un bien mayor, para que finalmente abrazaran la religión; porque pensamos que si ellos nos seguían, todos los demás imitarían su ejemplo. Pero fue como lavar a un negro. Pues estos inútiles bípedos, para no /90 perder delante del pueblo su autoridad ni verse privados de su oficio lucrativo, no movían ni un dedo; no omitiendo ningún engaño para apartar a los suyos de la entrada del templo, de las enseñanzas del sacerdote y del Santo Bautismo. Los amenazaban continuamente con mil muertes, con seguros perjuicios y con la ruina de todo el pueblo. Y esto no me admira, ni ellos crearon la costumbre. Conocimos en toda América a hechiceros que vienen de varias generaciones llenos de superstición, que fueron el principal obstáculo a la ley cristiana, perturbadores de la libertad y del progreso. ¡Cuánto luchó, Dios mío, con éstos el Padre Antonio Ruiz de Montoya, esclarecido apóstol del pueblo guaraní! Llevó a infinidad de bárbaros a la religión cristiana y a las colonias, cuando logró reprimir a los hechiceros que aún quedaban; y ordenó cremar públicamente los huesos de los muertos, que por todas partes eran celebrados con grandes honores. Cumplió su tarea entre los indios sin haber sido abolidos ni eliminados estos parásitos (permítaseme hablar con Plauto). Esto lo sé por propio conocimiento. La ciudad de San Joaquín, que poseía dos mil neófitos guaraníes ytatines, florecía no sólo en la alabanza de la santa religión, sino también en ubérrimos frutos de sincera piedad. Como la serpiente entre la hierba, o como la cizaña que se esconde en los vastísimos campos, así un indio viejo cumplía a escondidas la función de hechicero y se hacía tener por adivino por algunas mujerzuelas; y mientras se fingía su médico y su profeta, hacía cosas deshonestas. El cacique de la ciudad, Ignacio Paranderi, un varón muy virtuoso, me descubrió estas cosas. Pensé que el viejo ya había sido advertido por él en privado, pero en vano; debía ahora ser reprimido abiertamente /91 y dársele una buena lección a su vieja dolencia. Con un grupo de los mejores indios me acerco a su casa. Y en asunto de tanta anta importancia, imito la lengua de Tulio, cuando en otro tiempo imprecó a Catilina. ¿Hasta cuándo, dije, mentirás a los cristianos, infeliz viejo, y con tus nefastas artes osarás quebrantar la integridad de tus compañeros con sucias costumbres? Casi veinte años viviste en la escuela de Cristo. ¿No temes urdir con este rito bárbaro cosas muy ajenas a las leyes cristianas? Sí, tienes el nombre del tigre (se llamaba yaguareté); y destrozas a las ovejas de Cristo con tus falacias y obscenidades. ¡La extrema vejez te llevó al término de tu vida! ¡Oh! ¡Qué trágica muerte, si no vuelves en ti, qué funesta muerte te aguarda acaso! Me avergüenzas, buen viejo, pero también me das lástima. Este que ves muerto en la Cruz por tu amor (le mostré una imagen del Salvador) te vengará a ti, simulador, que caerás en los abismos estigios. Sé lo que aparentas, o aparenta lo que eres. Compórtate de acuerdo a ley divina; y si las bárbaras supersticiones están firmemente fijadas con profundas raíces en tu ánimo, quítate a lo lejos, vuelve a las selvas, a los escondites de fieras donde viste la primera luz, para que no corrompas con tu ejemplo a los demás compañeros que se dieron a Dios y a la virtud. Vamos, pórtate bien; pon fin a tu vida anterior, y quita las manchas de la ignominia con la penitencia y la inocencia de las costumbres. Amigo, si no obedeces cuando te lo advierto, muy mal te cuidarás; y no quedarás impune al final. Como supe las cosas supersticiosas y obscenas que tú hiciste, ya sabrás que yo ordenaré, y el pueblo lo aplaudirá, que seas conducido alrededor de las calles y que un grupo de niños te cubra con estiércol. De esto estoy /92 seguro: toleras que se te adore por tus actos divinos que locamente osas arrogarte, y que se te ofrezca incienso. Con esta conminación dejé al pestilente viejo decrépito no sólo conmovido, sino también, si no me equivoco, corregido, convenciendo a todos los buenos con la admirable severidad de mi discurso. En lo sucesivo no hubo ninguna queja contra él, ni sospecha, aunque lo vigilé en todas sus cosas, con ojo avizor. Me pareció que el ejemplo de este falaz debía ser puesto al final; en primer lugar para que veas cómo el residuo de los hechiceros es el principal obstáculo de la religión, y azote de los buenos en América; después para que sepas que no fue tolerado por los misioneros, todo lo que impidiera la pureza de la religión, siempre que pudiera ser eliminado y prohibido sin mayor ruina y detrimento del cristianismo. Lo que prudentemente no puede ser corregido, debe ser sobrellevado. Hay que dedicarse lentamente a la corrección de las costumbres y errores de estos feroces bárbaros, a ejemplo del padre de familia del Evangelio que no quiso que arrancaran la cizaña del campo, temiendo que junto con ella fuera arrancado el tierno trigo. Si quieres doblegar importunamente un vidrio, lo quebrarás. Los que, irreflexivos por la ira o agitados por un intempestivo deseo de piedad aturden a los bárbaros novicios, pierden toda esperanza de triunfo.

Como los hechiceros cumplen no sólo función de médicos y profetas, sino también de maestros de la superstición, y cómo llenan los rudos espíritus de los abipones con absurdas opiniones, quiero anotar unas pocas entre las muchas creencias que ellos tienen: sostienen que son inmortales, y que ninguno de su raza hubiera muerto si los españoles no hubieran desterrado de América a los hechiceros. Suelen atribuir el comienzo de la muerte a las artes maléficas de los españoles, a las cañas /93 que vomitaban fuego, o a otras causas diversas. Uno muere atravesado por heridas, con los huesos rotos, con las fuerzas exhaustas o por la extrema vejez; todos negarán que la muerte fue provocada por las heridas o la debilidad del cuerpo. Indagarán con diligencia por arte de qué hechicero habrá muerto, o por qué otro motivo. Como recuerdan que la mayoría de los suyos han vivido más de un siglo, se hacen la ilusión de que vivirán siempre, si los hechiceros se alejan del español, único y habitual instrumento de muerte. ¡Cuánto deliran los americanos sobre el eclipse de sol y de luna! Cuando se prolonga por un rato, se oyen los miserables lamentos de los abipones. Tayretà, ¡Oh, pobrecita!, exclaman del mismo modo al sol y a la luna. Siempre temen que el planeta obscurecido se extinga totalmente. Lo mismo nos decían a nosotros: Te suplico, Padre mío, que el Creador de todas las cosas no permita. que se acabe esta luz tan necesaria para nosotros. Da risa la creencia de los indios chiquitos que sostienen que el sol y la luna son despedazados por los perros, a los que creen salidos del aire; porque ven que cuando aquéllos faltan, se entienden las tinieblas; les parece que el color rojizo del sol y la luna, se debe a las mordeduras de dichos animales. Y para matarlos arrojan al cielo, vociferando, una granizada de flechas. Los indios peruanos, más cultos que otros, carecen de juicio propio, ya que creen que el sol se obscurece porque está enojado, y les da la espalda porque los considera reos de algún crimen; por eso ven en el eclipse el índice de alguna calamidad con la que pronto van a ser castigados. Cuando la luna se cubre, es porque está enferma; y cuando se demora, temen que todos los habitantes sean oprimidos por ese vasto cadáver que cae sobre la tierra. Al reaparecer la luna, piensan que se ha /94 restablecido curada por Pachacámac, salvador del mundo, que impidió su muerte para que no desaparezca del orbe. Otros americanos deliraron de otros modos sobre los eclipses. Los abipones llaman Neyàc a los cometas, y los guaraníes yacitatà tatatïbae, estrellas humeantes, porque creen que es humo lo que nosotros llamamos crines, barbas o cola del cometa. Todos los bárbaros le temen, porque lo creen preanunciador e instrumento de calamidades. Los peruanos siempre consideraron que un cometa había anunciado la muerte de sus reyes y la destrucción de su reino. Montezuma, monarca de los mejicanos, temió males para sí y para los suyos cuando vio que un cometa, en forma de una pirámide de fuego, se hacía visible desde media noche hasta el amanecer. Poco tiempo después, este monarca caía en poder de los españoles, y fue muerto por Cortés. Debe perdonársele esta ignorancia a los americanos, cuando los antiguos más sabios, recelaron de los cometas. ¿Quién ignora el verso de Lucano, I?:



Las obscuras noches vieron astros desconocidos

y un mundo ardiendo en llamas, y teas incendiadas

volando en el cielo, y la crin de una temible estrella

y un cometa amenazando los reinos en la tierra.



Con Lucano está de acuerdo Virgilio, quien en la Georgia I, dice: Nec doro toties arfere Cometae. (48). Y en otra parte, Tulio Cicerón en De Natura Deorum, 2, dice: Tum facibus visis Caelestibus, tum stellis bis, quas Graeci cometas, nostri cincinatas vocant, quae nuper bello Octaviano magnarum, puerunt calamitatum praenunciae. (49). Y el mismo, en /95 otro lugar, afirma: Fatalem semper Republicae Romanae cometen (50). Por todas partes encontrarás otros testimonios concordes de escritores profanos y sagrados. Pero cuídate, te ruego, de temer a los cometas en este tiempo, si no quieres que se te rían todos los filósofos. Vicente Quinisio, célebre maestro de retórica en el Colegio Romano, vio un cometa en Roma en 1618, y probó claramente con su autoridad, experiencia y razones: Los cometas son indicios de felicidad futura; no, como cree el vulgo, de calamidades. Este discurso está entre sus alocuciones gimnásticas, editadas nuevamente en Amberes en 1633. Yo no estoy de acuerdo ni con el temeroso vulgo ni con el esperanzado Quinisio; sino que opino lo que sostuve públicamente en el año 1742, en la Universidad de Viena: los cometas no presagian ni cosas prósperas ni adversas. Pero no sé por qué he llegado hasta este tema de los cometas. Volvamos a las supersticiones de los abipones. Ellos también piensan que en otro tiempo apareció una temible y portentosa estrella, cuyo nombre no recuerdo, y que aquellos años habían corrido cruentos para su pueblo y llenos de dolor. Las mujeres arrojan una gran cantidad de polvo de ceniza en forma circular a la tormenta para que los coma y, satisfecha con ellos, se dirija a otra parte. Porque si la impetuosa tormenta arrebatara a alguien de su morada, creen que ha de morir enseguida fuera de su casa. Si viniera alguna abeja viva en los panales que traen de la selva, dicen que hay que matarla fuera de la casa; porque si la mataran dentro de ella, nunca más podrán recolectar miel. Pero, basta ya de estas viejas /96 supersticiones de los americanos; no terminaría si las contara una por una. ¿Acaso nos sorprenderemos de tales creencias en estos bárbaros, cuando nuestro pueblo no tan rudo, y educado en ciudades cultas fomenta en su espíritu opiniones tan absurdas como ridículas, y las observa con gran obstinación como si fueran conocimientos de sabios? Hay un libro de Cristóbal Mäñlingen en el que compendia supersticiones de varios pueblos, y que llega a cansar al lector. Los errores son inculcados en la mente de los niños por las viejas nodrizas, crecen con los adolescentes, envejecen con los viejos, y poco menos mueren con ellos. Los abipones tienen tantas supersticiones porque abundan en hechiceros, maestros de ellas. En aquel tiempo que estuve con estos bárbaros, sobresalieron: Hanetrain, Nahagalkin, Oaikin, Kaëperlahachin, Pazanoirin, Kaachì, Kepakainkin, Laamamin. El principal de todos ellos, y sobresaliente en todo aspecto fue Pariekaikin, el más estimado por la gloria de sus vaticinios y curaciones. Era de rostro muy blanco, y se mostraba con singular modestia y afabilidad. Usaba suspendido del cuello, al modo como los indios cristianos suelen llevar el Santo Rosario, haces de unos globitos negruzcos que crecen en los árboles, todos adornados, con que impresionaba a los demás. Siempre se mostró despectivo, pero diligente maquinador de engaños. Hay una multitud de mujeres hechiceras más numerosas que los mosquitos en Egipto, que ni podría nombrar ni contar. A todos agrada mucho que les inculquen la veneración del mal demonio, su abuelo. Pero sobre esto ya me he extendido.



CAPÍTULO X

CONJETURAS SOBRE POR QUE LOS ABIPONES TIENEN AL MAL ESPÍRITU POR ABUELO SUYO Y A LAS PLEYADES POR SU IMAGEN



Cuando leas que los abipones tienen al mal espíritu /97 por su abuelo, ríete de sus necedades, compadécete de su insensatez, y admírate. Si lo comprendes, cuídate: que no sea con exceso. Todos los pueblos cultos deliran sobre las leyes y las artes divinas y humanas. Si desde pequeño leíste historias sagradas y profanas, dirás con verdad que no existió lugar donde no se haya atribuido alguna vez honores divinos a alguien. Baal, Astaroth, Beelphegor, Beelzebub, Moloch, Dagon, Chamos, etc., ¡Dios mío! ¡Qué nómina monstruosa! En otros tiempos y lugares los hebreos tuvieron sus númenes. Los egipcios consideraron dioses al perro, al gato, al gavilán, y al cocodrilo, al que había criado el Nilo. También en los huertos nacían númenes: la cebolla, el puerro, y otros. Para los africanos, el cielo; para los persas, el agua, el fuego y el viento; para los libios, el sol y la luna; para los tebanos, las ovejas y comadrejas; para los babilonios de Menfis, la ballena; para los mendenses, la cabra; para los tesalos, la cigüeña; para los siro fenicios, la paloma. La lista de dioses y diosas de la primitiva Persia es larga; pero más extensa es la de los antiguos romanos. Lee, si puedes, la mitología griega y romana, y la juzgarás obra de delirantes o alucinados. En /98 efecto: quién hay sano de mente que llamará con el único nombre de númen a Júpiter, Saturno, Marte, etc., toda esta inconsistente nómina de infames sin espíritu; que no nombrará con el vate real demonios: Omnes Dii gentium daemonia (51). Lo que el astuto infernal propuso a nuestros padres en el paraíso: Eritis sicut Dii (52), esta frase se ajusta en verdad a los antiguos héroes de Grecia y Roma, y para aquellos hombres insignes, célebres sólo por su crimen, fueron decretados apoteosis, bronce y columnas después de muertos. Describiré el número o las figuras de los ídolos a los que se adoró en Africa, América y Asia, y a quienes se levantaron templos. En la isla de Ceilán, los habitantes rinden con gran religiosidad culto a un diente de mono como si fuera un objeto divino; para venerarlo afluye cada año desde cincuenta leguas, una turba suplicante. Dragones, ríos, rocas, son adorados como espíritus, en algún lugar por los bárbaros. Pero, ¿quién se asombrará de que estos brutos y estúpidos imbéciles adoren a animales? Me llené de admiración al saber que siendo emperador Antonio Pío, primo del Papa Pío, alrededor del año ciento cincuenta del nacimiento de Cristo, hayan existido herejes que entre otros errores pensaron que el fratricida Caín, el sacrílego Judas Iscariote, Coré, Datán, y Abirón, los israelitas consumidos por la tierra abierta por sus sediciones, cuando no los nefastos habitantes de Sodoma, debían ser adorados y venerados. Esto fue condenado acérrimamente por Tertuliano, como refiere Pedro Anato en el Libro 7 de su preparación para la Teología. Tanta infamia y necedad en pueblos cultos, despiertan nuestra indignación y a la vez nos quita la admiración de encontrar en los abipones, bárbaros criados entre fieras, con escasos conocimientos de las letras, estos mitos, cuando otorgan al mal demonio el nombre de su abuelo, y le atribuyen el culto divino. En /99 los siete años que estuve con ellos, no encontré jamás nada de esto. Si acaso hicieron algo a escondidas contra el teólogo en nuestra ausencia, opino que ellos actuaron no por propensión religiosa hacia el demonio sino por temor; obligados quizás por sus hechiceros, defensores de atávicas ceremonias, demostrando más su estupidez que su impiedad sacrílega.

Para que no se piense que nosotros toleramos estas cosas que sin duda pertenecen al culto del demonio, referiré lo que sucedió en la ciudad de San Jerónimo, poco antes de que se fundara la colonia de los abipones. Casi todos los habitantes habían salido de recorrida en veloces caballos a un campo cercano. El misionero José Brigniel preguntando con inquietud sobre el fin de la excursión, fue por fin informado por alguno: la casa del demonio, su abuelo, debía ser construida hoy con hojas y ramas de palmeras en el campo; este era el motivo de la excursión. El Padre, indignado por el ejercicio supersticioso del pueblo y deseando impedirlo, montó rápidamente un caballo. Con el jefe indio de mayor virtud, llegó al lugar desde donde el tugurio improvisado era contemplado por el pueblo allí reunido. Notando los bárbaros la inesperada llegada del sacerdote, y para que no se acercara a la cabaña le advertían enérgicamente que sería despedazado por las uñas del demonio, su abuelo, que se escondía en ella. Reconoció aquél la voz del hechicero Haanetrain, que ocultándose en el tugurio, imitaba el rugido de un tigre; y cambiando la voz, daba las respuestas con el nombre de su antepasado, cuya personalidad había tomado. El Padre reprochó con increíble audacia a los circunstantes la impía superstición y credulidad a que eran sometidos. En adelante /100 no se oyó nada más sobre la casa del demonio.

En la actitud asumida por los abipones, así como otros vecinos suyos: los mocobíes, tobas, yapitalakas, guaycurúes, y otros pueblos de jinetes del Chaco que se consideraban descendientes del demonio, hay tanta superstición como locura. Pero, ¡cuánto discrepaban de estos bárbaros los bravos jinetes australes que deambulaban por las tierras magallánicas! Conocieron al demonio, y lo llamaron Balichu. Creían en la existencia de una innumerable turba de demonios, de los cuales el principal era EL EL; a los demás los llamaban Quezubú. Sin embargo, sentían temor, y a la vez maldecían a toda la raza de demonios, enemiga hostil de los mortales; considerándola el origen de cualquier mal. Los puelches, picunches y moluches no conocieron ni el nombre de Dios. Estos últimos, pedían al sol cualquier bien que desearan. En cierta oportunidad respondieron a un sacerdote nuestro que los instruía: Dios, creador tanto del sol como de las demás cosas, debe serlo en todo caso en razón del sol. Nosotros no hemos conocido hasta ahora nada que sea mayor o mejor que el sol. Los patagones, llaman al sol soychú, es decir cosa, porque no puede verse, es digno de toda veneración, y da vueltas fuera del mundo. Así, llaman soychulde a los muertos, por dos principios, y llaman a Dios autor de las cosas buenas, y al demonio, de las cosas malas. No admiten de ningún modo rendirle culto, y sin embargo le temen muchísimo. Consideran la enfermedad como obra del mal demonio. Así, sus médicos realizan las purificaciones dando vueltas en torno al enfermo, mientras hacen sonar un horrible tambor que tiene pintadas figuras del demonio; o bien golpean las camas de éstos para expulsarlo de sus cuerpos. También los bárbaros chilenos desconocen el nombre y el culto a Dios. /101 Creen en un espíritu aéreo, que llaman Pillan, al que suplican que derribe a sus enemigos. Luego, entre copas, dan gracias por la victoria obtenida. Pillan, significa para ellos trueno. Lo reverencian, sobre todo, cuando el cielo truena. Maldicen a un demonio llamado Alveè, ladrón y obstáculo de cualquier bien. Como consideran que la vida es el don más preciado entre todas las cosas, si alguno de los suyos muere, dicen que fue raptado por el demonio. Los brasileños y guaraníes, llaman al demonio Aña, o Añanga; sienten hacia este un increíble temor, por sus mil modos de dañar. Los antiguos peruanos lo llamaron Cupay, y lo detestaban de tal forma que antes de pronunciar su nombre solían escupir, como muestra de desprecio, por considerarlo artífice de toda calamidad. En Virginia los bárbaros llaman al mal demonio Okè, y lo adoran. Numerosos pueblos vecinos de los bárbaros consideran que es necesario temer y despreciar al espíritu maligno. De manera que no entiendo por qué razón los abispones lo honran otorgándole el nombre de Abuelo. En verdad, sabrás que no es difícil convencer a los naturales de las cosas más absurdas, empleando razones o argumentos; o que tengan como ciertas las cosas dudosas, o como verosímiles las falsas. Escuchan atentos las invenciones del astuto hechicero o las quimeras de la insoportable vieja, que los convence de que el demonio es su antepasado. Creerían en cualquier otra cosa, por absurda que fuera, si éstos la afirmaran con juramentos. Trasmiten a sus descendientes las mil supersticiones de sus mayores, a las que están aferrados profundamente; como nosotros lo hacemos con los principios de la ley cristiana, desde los Apóstoles hasta nuestros días.

Queda aún por aclarar por qué piensan que las Pléyades son la imagen de su abuelo, el demonio. Mis conocimientos sobre el tema no proporcionarán nada concreto, excepto /102 conjeturas; ya que no es posible obtener algo positivo de las historias abiponas o americanas. Estas siete estrellas son llamadas por los latinos, anunciadoras de la primavera e indicio de lluvia, Navita quas Hjades Grajus ab imbre vocat (53). dice Ovidio, en los Fastos, 5. Las siete hijas de Licurgo: Electra, Halcione, Celeno, Mérope, Astaroth, Taygete y Maia, fueron distribuidas por Júpiter entre las estrellas, como premio a la educación que dieron a Baco en la isla de Naxos; y llamadas Pléyades, como gusta contar a los poetas. ¿Por qué los abipones pensaron que estas siete estrellas debían ser veneradas por ellos con ese nombre? ¿Quizás porque en otro tiempo fueron las nodrizas de Baco?, nadie se preocupó en averiguarlo. Pero esta feliz idea es más adecuada para entablar una conversación que para la historia. De igual importancia es la opinión de un español: los hispanos – me decía – llamamos Las Cabrillas a las Pléyades. Como suele representarse al demonio con cuernos e hirsuto, como las cabras, los abipones consideraron que debían venerar a estas cabras o Pléyades como imagen de su abuelo, el demonio. Si bien la agudeza de aquel hombre llegó a convencerme, no la creí digno de aceptación. Lo que llama la atención es que, aún cuando varios pueblos veneran con honores divinos al sol, a la luna, o a las estrellas, no se encuentre en los Códices Sagrados, ningún testimonio sobre el culto a las Pléyades. Aunque alguien haya afirmado que los honores divinos que se rendían a este grupo de estrellas fueron suscitados por ciertos pueblos, según lo establecido en el Libro del Deuteronomio, Capítulo 17, Versículo 3: Ut vadans, et servians Diis alienis, et adorans cos, fulgurs et lunam et omnem militiam coeli (54). En efecto, San Jerónimo, llamaba a todos los astros del cielo con el nombre de militiae coeli (55), y por lo tanto, también a las Pléyades. La historia sagrada recuerda que Salomón, ya corrompido por las mujeres, había levantado un templo a Astarté, diosa de los fenicios, y posiblemente al planeta Venus. /103

De todas las opiniones, ésta me parece la más verosímil: el conocimiento y un cierto culto a las Pléyades, proviene de los antiguos peruanos, señores de la mayor parte de América, meridional y verdaderos maestros para los naturales de Paracuaria. En efecto, se dice que ellos veneraban a un Dios salvador y conservador de todas las cosas, llamado Pacha Capac, el cual al hacer sonar su voz dio vida al mundo; no obstante, adoraron al mar, a las rocas, a los árboles, y a las Pléyades, a las que en aquel tiempo llamaron en su lengua Colea. El soberano de estos indios, el inca Manco Capac, como el rey Numa Pompilio, supremo legislador de los entonces agrestes romanos, sustituyó las antiguas supersticiones por otras nuevas. Y decretó que en adelante se rendirían diversos honores al ilustrísimo sol, benefactor del cielo y de la tierra. En la entonces metrópoli peruana, la Cuzco real, habían construido un magnífico templo al sol, cuyas paredes estaban revestidas con láminas de oro, en tanto que sus columnas estaban adornadas totalmente con el precioso metal. En medio, una inmensa imagen del sol, difundía en todas direcciones sus rayos de oro puro. Pienso que la supuesta majestad de su esplendor lastimó los ojos de todos, y exaltó los ánimos. Sólo profesaban veneración y sacrificios divinos al sol, aunque también a la luna, a la que consideraban esposa del astro; y a algunas estrellas, siervas de la luna, otorgaron aras de plata y un culto inferior, pero divino. Entre éstas últimas, las Pléyades tuvieron sus preferencias; acaso por su disposición admirable, o tal vez por su eximio esplendor. Pues en Job, Capítulo 38, eran celebradas entre las demás por boca divina: micantes stellae Plejades (56). Después que los españoles – destruido el imperio de los incas –, obtuvieron por las armas el dominio del Perú, es probable que sus habitantes se hayan dispersado para no someterse a la temible servidumbre de aquéllos, emigrando en gran número a la vecina Tucumán en busca de seguridad; y también a las próximas /104 soledades del Chaco, transmitiendo a los habitantes bárbaros las supersticiones sobre las Pléyades y sus creencias religiosas. Supongamos que en contacto con los peruanos los abipones tomaron conocimiento de las Pléyades. En verdad, podrías objetar lo siguiente: los abipones como no conocían ni el nombre de Dios, no supieron expresarlo en su lengua nativa; de ahí que saludaran con grandes reverencias al demonio, al que consideraban su antepasado. ¿Por qué no habrán aprendido a venerar el nombre del Dios peruano, y a despreciar al demonio? Tan profundo era el respeto que sentían hacia el dios Pachamac, que posiblemente habrían aprendido a pronunciar su nombre, si causas totalmente ajenas a su voluntad no lo hubieran impedido. Quizás alguna vez llegaron a concretar este propósito, cuando lo distinguían con grandes honores; pues levantaban los hombros, vuelto el rostro hacia la tierra, con los ojos cerrados, y la palma de la mano derecha vuelta hacia la espalda; de inmediato, repetidos besos vibraban en el aire; con esta ceremonia manifestaban su obediencia y sumisión delante de Dios. Despreciaron al mal demonio Cupay, como recordé antes. Preguntarás: ¿Por qué no inspiraron esta veneración a Dios, y el desprecio por el demonio, al llegar a las tierras de los abipones, si introdujeron el culto a las Pléyades? Quizás aprendieron de aquéllos con más rapidez el vicio que la virtud, del mismo modo que las personas sanas son atacadas por una enfermedad con mayor facilidad de la que los enfermos pueden curarse. Si negaras con obstinación que el conocimiento de las Pléyades fue traído desde el Perú, también se podría conjeturar que aquélla llegó en otro tiempo desde la vecina orilla del Brasil hasta Paracuaria. En efecto: el feroz y numeroso pueblo de Brasil, Tapuy, veneraba desde un principio el nacimiento de las Pléyades, y adoraron a estas estrellas como a un espíritu, según lo atestiguan las palabras de Jacobo Rabbi, que convivió con estos bárbaros durante largos años. Como no ha quedado ningún monumento del que pudiera sacarse lo que hay de positivo y cierto sobre este asunto, me pareció conveniente traer aquí algunas conjeturas, opiniones y probabilidades sobre el mal demonio, infame abuelo de los abipones, y sobre su imagen, las Pléyades.



CAPÍTULO XI

SOBRE LA DIVISION DEL PUEBLO ABIPON, SU ESCASEZ Y LA PRINCIPAL CAUSA DE ELLO



Ver en los bárbaros una política, es como buscar nudos /105 en los juncos o agua en la piedra pómez. Los abipones, pueblo tenaz, de tradicional libertad, reacios a todo yugo, vivieron a su arbitrio. Les era lícito lo que les agradaba. No tuvieron más ley que su propia voluntad. No me atrevería a negarlo. Sin embargo, así como las abejas, las hormigas y algún otro tipo de alimañas conservan por instinto natural algunas cosas propias de su especie, estos indios mantuvieron con tenacidad algunas de las costumbres que el pueblo recibiera de sus mayores, considerándolas como verdaderas leyes. Expondré aquí sobre el sistema político y militar de los abipones, sobre sus costumbres y magistrados. Ya la pluma correrá más libremente, porque escribiré cosas que están patentes a la vista, sin detenerme en conjeturas sobre las supersticiones de los bárbaros cuyas raíces o causas se ocultan en sus espíritus, y que a menudo ni ellos mismos pudieron /106 explicar con claridad, ya que su misma rudeza impidió la nítida expresión de sus ideas.

Todo el pueblo de los abipones está dividido en tres clases: Riika è, que viven a lo largo y lo ancho en campo abierto; Nakaigetergehè, que aman los escondrijos de las selvas, y por último Jaaukanigàs. En determinado momento cada una constituyó un pueblo, con su lengua propia. En el siglo pasado fueron oprimidos por las insidias de los españoles – a los que ellos también llevaron el estrago –, y aniquilados en una gran matanza. Unos pocos que sobrevivieron al desastre, hijos y viudas, se unieron a sus vecinos abipones por aquel motivo, de modo que ambas naciones se coligaron con mutuas uniones, desapareciendo por completo la antigua lengua de los Jaaukanigàs. En adelante las tres tribus abiponas tendrían el mismo tipo de vida y de costumbres y la misma lengua. Llama la atención la concordia que existía entre ellos, la estable alianza de ánimos y armas cada vez que se presentaba algún problema contra el español al que consideraban enemigo innato, rehuyendo con todas sus fuerzas la servidumbre de éste. Unidos por vínculos de amistad y de sangre, no admitían ninguna injuria – por pequeña que fuese –, acometiendo con avidez toda ocasión de guerra; debilitándose frecuentemente con mutuos desastres. Oportunamente me referiré a sus fortificaciones y a las guerras continuadas que mantuvieron durante años.

Algunos abipones practicaban la poligamia y el repudio de la mujer con más frecuencia que otros pueblos de América. Todo el pueblo contaba con unos cinco mil habitantes. Las escaramuzas intestinas, las excursiones guerreras contra los enemigos externos, el contagio mortífero del sarampión y las viruelas, la crueldad de las madres que miraban con horror /107 a sus hijos, fueron las raíces de la escasa población. Mira la causa de esta crueldad en las mujeres: las madres amamantan a sus hijos hasta los tres años; entretanto no tenían ninguna relación conyugal con sus maridos. Estos, fastidiados por la prolongada demora de la lactancia, a menudo tomaban otra esposa. De aquí que por miedo al repudio, matasen a sus hijos después del parto. Algunas veces sin esperar a que éste se produjera, abortaban utilizando medios violentos. Por eso no se atrevían a soportar una progenie numerosa, pues impedidas por las molestias de la lactancia e inútiles a sus maridos, se volvían irritables. Jamás se avergonzaron de ser más crueles que el tigre. Conocí a una negra cautiva de los abipones – mujer robusta –, que decía a las madres bárbaras que en el aborto el trabajo debía hacerse rápido y con celo. Advertimos sobre esto al abipón jefe de esa familia, ya purificado por el Bautismo, varón de óptimo espíritu. Libremente reconoció el crimen de su cautiva; sin embargo, negó que fuera una ignominia, ya que había sido aprobado como costumbre de sus mayores. Después que abrazó las leyes divinas y humanas, nos comprendió; afirmó y prometió solemnemente que en adelante no toleraría ningún hecho semejante. Las madres abiponas perdonan la vida más a las hijas mujeres que a los varones, por considerarlas futuras ganancias; pues los hijos adultos compran su esposa, y les está permitido vender las hijas núbiles a cualquier precio.

Hay una posible opinión sobre el hecho de que las mujeres son más numerosas que los varones: en parte porque las madres rara vez matan a sus hijas mujeres; tal vez porque las mujeres no intervienen en las luchas que acortan la vida de los hombres, y quizá porque por naturaleza son más vivaces que los varones. A una centuria de varones corresponde unas seiscientas mujeres. A menudo encontrarás una turba /108 de mujeres y de viejas decrépitas de diferentes edades, en este truncado contubernio con el hombre. Muchos escritores que osaron explicar a viva voz la poca crueldad de los españoles, se engañan cuando acusan directamente la dureza de las madres infanticidas. Nosotros, que convivimos con ellos, sabemos de virtuosas mujeres que educaron a dos y tres hijos. Pero todo el pueblo de los abipones cuenta con pocas madres de este tipo, y su lista podría inscribirse en un anillo. El cacique Debayakaikin tuvo cuatro hijos; y otros tantos Kain Jaaukaniga, pero cada uno de distintas madres. Conocí a madres que mataron a sus descendientes, sin que nadie les impidiera el crimen o lo vengara. Los crímenes, cuando son públicos, quedan impunes; como si la costumbre recibida aboliera indistintamente su malicia o su impiedad. Las madres siguen con profundo llanto y sinceras lágrimas la muerte de sus hijos provocada por una enfermedad. Pero ellas golpean a los recién nacidos contra el suelo con toda tranquilidad para quitarles la vida. Los europeos apenas pueden aceptar tanta crueldad para los hijos vivos. Sin embargo, después que abrazaron la ley divina por nuestras enseñanzas, la barbarie se calmó en las madres. Sus manos ya no se manchaban con la sangre de sus hijos; y los progenitores abipones admiraban con ojos alegres los brazos de sus esposas cargados con sus queridas prendas. ¡Ah! ¡El fruto y el triunfo eximio de la religión que suministra habitantes tanto al cielo como a la tierra! Pues una vez suprimida la poligamia /109 y el repudio, como la abominable muerte de los niños y la libertad del aborto por la disciplina cristiana, el pueblo de los abipones se vio, en pocos años, enriquecido por un increíble aumento de individuos de ambos sexos. Si los europeos guiaran sus costumbres según las leyes divinas, ¡cómo verían crecer el número de habitantes de sus provincias, y cómo aprovecharían el cultivo de los campos y de las artes! Sin embargo nadie de juicio sano duda que numerosa descendencia, es en parte extinguida y en parte imposibilitada por la libidinosidad, las furiosas rivalidades, la ebriedad y los demás flagelos que impiden la religión.



CAPÍTULO XII

SOBRE LOS MAGISTRADOS DE LOS ABIPONES, CAPITANES, CACIQUES Y REGIMEN DE GOBIERNO



Entre los abipones no había un jefe que gobernara a todo el pueblo, con poder absoluto. Se dividían en tribus, cada una presidida por un jefe que los españoles llamaron capitán o cacique; los peruanos, curáca; los guaraníes, Aba rubichá; y los abipones Nclareyrat o cabeza. La voz Capitán, suena a los oídos de los americanos como algo magnífico; creían poseer un título muy honorable, semejante al de un dios o un rey entre los españoles, cuando se los llamaba Capitán Letenc, Cepitán Quazú, gran capitán. Con este vocablo querían expresar /110 no sólo una cierta potestad y dignidad eminentísima, sino también una suerte de nobleza. A veces unas viejas despreciables, harapientas y llenas de arrugas, para que no las creyéramos de linaje plebeyo, solían decirnos no sin ostentación: Aym Capitá, soy capitana o noble. Me llamó la atención que los bárbaros mbaeverá carentes de todo el confort propio de los españoles, llamaran a sus caciques Capità Roy, Capità Tupanchichu, Capità Veraripotschiritù, desdeñando el vocablo de su lengua nativa, Aba rubichà. De modo que el nombre de Capitán fue otorgado por los habitantes de la ciudad a algunos bárbaros, como un título honorífico. Algún abipón no dudará en llamar Capitán a un español que le salga al paso, deslumbrándolo con su apariencia elegante, aunque no sea más que un proletario, sin nobleza ni dignidad. Aunque en Europa el hábito no hace al monje, en América sin embargo, el vestido más noble hace al noble, según el juicio de los abipones. Tal vez un español de la baja plebe que llega al campo en Paracuaria ambicione ardientemente el título de Capitán, luchando hasta la muerte por conseguirlo. Los guaraníes cristianos, impulsados por una tonta ambición de poseer este título, después de realizar diligentes trabajos en los campamentos reales – durante dos o tres años –, consideran compensadas las molestias de la guerra y las heridas recibidas, si una vez terminada la expedición militar se otorga a un miembro de su colonia el nombre y báculo de Capitán, que hasta entonces desempeñara el Gobernador Real. Aunque ocupados en trabajos rústicos y fabriles, y a pesar de caminar con pies desnudos, sus Capitanes llevaban cada día en la mano, con gran gala, el báculo, y se creían magníficos. Colgaban /111 del féretro este insigne madero de Capitán, cuando se los llevaba a la tumba. Moribundo, a punto de recibir los Santos Oleos, cubierto de horribles polainas militares y con espuelas, esperaba la llegada de nuestro sacerdote, apretando con las manos el báculo de Capitán, casi ya en los estertores de la muerte. Al preguntar a los familiares por el insólito objeto que sostenía el moribundo, me respondieron grave y severamente: Así conviene que muera el Capitán. Tal es la significación y estima que tiene entre los americanos el vocablo Capitán. La palabra Cazique, es su sinónimo; y fue utilizado por los indios de Oriente, para quienes significaba jefe de los mahometanos, según referencias del Padre Maffei, en su historia Indica.

Entre los guaraníes que abrazaron la doctrina cristiana en varias colonias, el nombre y oficio de Cacique es hereditario, sin que se hayan producido cambios en sus costumbres. Muerto el Cacique padre, lo sustituye el hijo mayor, siempre que reúna las siguientes condiciones: si es hombre virtuoso, buen guerrero y si está capacitado para dirigir el gobierno. Pero si es indolente, rebelde o de malas costumbres, es desechado, designándose por arbitraje otro sucesor, aunque no lo una ningún vínculo de sangre con el anterior. Este hecho lo presencié en numerosas oportunidades. Murió en combate el cacique de la colonia de San Jerónimo, Ychamenraikin. Aquellos abipones lo sustituyeron por su nieto Raachik, en vez de su hijo Kiemké al que desdeñaron por considerar que aunque fuerte, diligente y sagaz en la acción militar, era mentiroso; como si en verdad la mayoría de ellos no fueran /112 más mentirosos que los cretenses. Debayakaykin, muerto en una escaramuza, dejó cuatro hijos nacidos de distintas madres. Ninguno de éstos fue aceptado por el pueblo. Unos eligieron como jefe a Revachigi; otros a Oaherkaikín, ambos de origen plebeyo, pero ilustres por sus actos. De donde se deduce que entre los abipones el honor de ser cacique es un derecho hereditario de la sangre, pero que se obtiene por la propia virtud y por el sufragio del pueblo. ¿Qué europeo llamará bárbara a esta costumbre de los abipones, común en otro tiempo a pueblos de elevada cultura? Sobre este aspecto, Tácito escribe en las Historias: Optimum quemque electio inventi (57). Os diré lo que pienso al respecto: el cacique elegido por los abipones no posee grandes virtudes, ni el desechado, actos de los que pueda lamentarse. Ni éste siente que la separen del cargo, ni aquél su triunfo. El nombre de cacique tiene gran resonancia entre los abipones, pero a menudo significa más que honores y ganancias, un verdadero peligro; aunque como dice el proverbio: más vale ser cabeza de ratón que cola de león. Me admira sin embargo que alguien ansíe llegar a ser cabeza de los abipones. Ni reverencian a su cacique como a un señor, ni lo veneran con tributos u obediencia, como en otros pueblos. A menudo cuando los naturales bebían con exceso, mataban al jefe a golpes. Las mujeres sostenían con frecuencia grandes riñas de las que resultaban con graves heridas. Jóvenes ávidos de gloria y de rapiña, arrebataban a los españoles, a quienes habían prometido paz, tropas de caballos; y tramaban a escondidas su muerte. Conociendo el hecho, el cacique no se atrevía a tomar medidas extremas. Pues si llegara a reprochar las ignominias de los bárbaros o impusiera castigos al reunirse la asamblea /113, sin duda sería azotado por los naturales cuando se embriagaran. Asimismo le era imposible demostrar una verdadera amistad hacia los españoles, pues se exponían a ser repudiados públicamente. ¡Cómo lo sintieron a diario los caciques Ychamenraikin entre los Riicahè, y Narè, entre los Jaaúcanigas! Con frecuencia volvían a sus casas azotados por sus compañeros, con la cabeza casi destrozada, las mejillas amoratadas, y el rostro como un iris.

Aunque los abipones no teman al cacique como a un juez, ni lo respeten como a una autoridad, lo consideran jefe y rector de la guerra cada vez que hay que atacar o repeler al enemigo. No falta, sin embargo, quien se niegue a seguirlo cuando el cacique aucthoritate suadendi magis, quam,jubendi potestate audiatur (58), como cuenta César sobre los antiguos príncipes germanos. Ante el peligro de una invasión enemiga los caciques se encargaban de velar por la seguridad de los suyos; procurar bagaje de lanzas; ordenar a los subalternos que la alimentación de los caballos se realizara en campos alejados y en lugares seguros; establecer guardias nocturnas; procurar ayuda, y establecer pactos con los vecinos. Cuando se inicia la batalla preceden a los suyos montando sus propios caballos. Establecido el frente de combate, se preocupan más por el número de sus enemigos que por la constancia de los suyos. Así, como cuando un pájaro es derribado por algún golpe todos los demás alzan su vuelo, del mismo modo los abipones, al comprobar que la mayoría de sus compañeros de armas han perdido la vida, aterrorizados por las heridas recibidas durante la lucha, abandonan a su jefe, y buscan la forma de huir; más preocupados por su propia incolumidad que por la victoria. Para no faltar a la verdad es necesario aclarar que nunca faltaron en este pueblo los héroes. Muchos /114 permanecieron intrépidos entre sus compañeros muertos, a pesar de sus sangrantes heridas, como desafiando a la muerte. Ya la avidez de la gloria, ya el deseo de llevar la victoria, o bien la natural desesperación de la huida, inspiraron en ellos esta magnanimidad, que tanto admiró Lacedemonia y deseó Europa en sus guerreros.

Aman tanto la libertad como la vagancia; y no permiten someterse al cacique con ningún juramento de fidelidad. Algunos emigran con su familia a otras tierras sin pedir la venia del cacique ni sentirse obligados; otros se les unirán más tarde. Pasado un tiempo considerable, y fastidiados de sus andanzas, regresan impunes a su compañía. Esta actitud es muy frecuente, y nadie se admira, salvo que la desconozca; ya que la lealtad de los indios es fluctuante, y su voluntad es versátil en todas las cosas. Hay una opinión sobre cuya veracidad algunos autores están divididos: se ha hecho el anuncio de que el enemigo se acerca. Muchos, temiendo más por su vida que por la fama, vuelven la espalda al jefe y se apresuran a buscar nuevo refugio. Sin embargo, no se consideran desertores o miedosos, pues alegan haber salido de caza. Así, en numerosas oportunidades, los sacerdotes debimos defendernos solos de las agresiones bárbaras a las nuevas colonias sin habitantes que las defendieran, usando más que fuerza, la astucia y la conminación. Desaparecido el peligro o la sospecha de un nuevo ataque, aquellos héroes que huyeron vuelven a su casa con sus compañeros; y no obstante nadie debe reprocharles su cobardía; aunque todos coinciden en que el motivo principal de la huía fue el temor de enfrentarse con el enemigo.

Si alguna vez el cacique decide realizar una expedición guerrera a otras tribus, debe llamar a una asamblea pública. /115 Los presentes, bajo los efectos del alcohol, dan su aprobación rápidamente al cacique que los invita a la guerra; y cada uno canta victoria antes de tiempo, entre festivas vociferaciones; pero, ¿quién lo creería?, lo que prometieron cuando estaban ebrios, lo ratifican ya sobrios. Tanta es la importancia que tiene el saber mojar un poco la garganta de los bárbaros para poder captar su estado anímico. Como el amor enciende el amor, y el fuego al fuego, así la libertad prepara amigos. Este adagio, tan conocido en Europa, lo pusimos en práctica con los abipones, dando resultados verdaderamente positivos. Un cacique a quien nadie rechace, contará con compañeros diligentes y sumisos. Si no se acerca con palabras dulces, rostro amistoso, aspecto benévolo y beneficios, logrará muy poco de estos bárbaros. Suelen postular al cacique lo que les viene a la mente, y lo convencen de que por su oficio está obligado a satisfacer los pedidos de todos; porque si les negara algo, ellos a su vez niegan su condición noble, y desvergonzadamente lo hieren dándole el nombre de indio silvestre: Acami Lanaraic. El cacique no lleva nada especial en sus ropas o armas que lo distinga de los demás indios rasos; por el contrario, usa el vestido más gastado y anticuado; pues si apareciera en la calle con ropa nueva y elegante, acabada de confeccionar en el taller de su esposa, el primero que lo viera, diría: tach caué gribilalgi, dame esa ropa. Si se opusiera, ganaría la risa y desprecio de todos. Si mantuviera su actitud, por todas partes oiría sórdidos: Apalaic retá. Una vez se acercaron a pedirme algo muy grande, y poniendo una mano en mi hombro, decían: ¡Padre, tú eres un gran Capitán! ¡Pay! Atandi Capita Latent. Con esta honorífica compelación querían /116 lograr mi amistad y negar que eran hostiles al Capitán. Pero como no entendí con claridad lo que preguntaban, en cuanto les negué que fuera su Capitán me demostraron su repulsa; y la atribuyeron no a su tenacidad, sino a mi poca bondad. La excusa del Padre es tomada como tergiversación, y todos exclaman entre risas a plena voz: ¡Qué mentiroso, qué parco es! Quemen cabargek ¡quemen apalaid! Supe por experiencia que abundan estos caciques serviles que siempre están prontos a hacer ganancias, que descargan todas sus responsabilidades en sus compañeros por la avaricia que los domina. Grandes concursos de soldados se hacían para los caciques Kaapetraikin y Kebachin, célebres por la habilidad y destreza que poseían para enriquecerse. Ya viejos e incapaces de realizar excursiones, y por lo mismo indigentes, retuvieron a sus parientes aún a costa de sangre en su choza.

Hay algo que no se debe silenciar: Los abipones, de ningún modo rechazaron el gobierno de las mujeres nobles, a ejemplo de los antiguos britanos, de quienes nos dice Tácito en la Vida de Agrícola: Solium quippe Britannis faeminarum ductu militare (59). Cuando viví con ellos, había una matrona nacida de familia patricia, a la que los abipones llamaban Nelareyeatè, noble gobernadora o Capitana, que contó con el apoyo de algunas familias en su tribu. Los demás la seguían en honor a los méritos de sus mayores, y a su origen. Los mismos reyes Católicos, gobernadores de estos caciques, reconocieron la nobleza en América; y designaron a cada uno de ellos con el título de Señores, según la costumbre española /117 de usar en sus nombres el prefijo Don, como se desprende de los decretos y cartas reales. También se obtuvo para toda América la costumbre que está en el derecho español, de que los caciques de los indios, después de bautizados y de prestar juramento de fidelidad al Rey Católico, siempre que tuvieran sujetos a los bárbaros, retuvieran para sí y para su posteridad este título de Señor. Lo mismo se observa entre los guaraníes, con una ley por la cual estos mismos caciques y sus súbditos indios comparezcan delante del Capitán y del resto de los jefes de la ciudad, de acuerdo con la costumbre española. Elegidos en enero de cada año, eran confirmados por el gobernador Real. En algunas ciudades guaraníes vivían caciques que por su habilidad fueron nombrados magistrados, para evitar que los naturales creyeran que los europeos rechazaban su nobleza americana. En la ciudad de San Joaquín, a cuyo frente estuve, había cinco caciques: Don Ignacio Paranderi, Don Miguel Yeyù, Don Marcos Quirakerà, Don José Javier; y Don Miguel Yazukà, que se desempeñaba como Capitán (Corregidor entre los españoles). Nacido éste último en las selvas, no sólo se aplicó con tenacidad a la disciplina cristiana, sino que fue su intrépido guardián, fuera de toda ponderación. Esto, aunque parezca raro, es admirable. Conocimos también a caciques que no tenían habilidad para conducir sus pueblos. Así como las águilas no generan palomas; sin embargo a menudo es cierto esto otro: los crímenes son hijos de héroes. ¿Quién reprocharía a los abipones porque muchas veces eligieron para Capitán a un individuo de origen obscuro, pero que sobresaliera por su virtud militar? Tácito sostiene en De moribus Germanis, 7, que algo análogo había sucedido a los antiguos germanos: Reges ex nobilitate, Duces ex virtute sumunt (60).



CAPÍTULO XIII

SOBRE EL MODO DE VIDA DE LOS ABIPONES Y OTROS ASUNTOS ECONOMICOS



El tipo de vida que llevaban los abipones era semejante /118 al de los animales. No soportaban ni temían a nadie. No se preocupaban por cultivar el campo. Por instinto natural, quizás siguiendo las costumbres de sus mayores o por experiencia propia, conocieron los distintos frutos de la tierra y de los árboles; en qué momento del año brotaban libremente; qué artes se debían utilizar para cazar fieras así como el lugar donde encontrarlas. Todas las cosas eran comunes a todos. Nadie era dueño – como entre nosotros – de las tierras, los ríos, o los bosques; ni los reclamaba para sí excluyendo a los demás. Todo aquello que volaba por el aire, nadaba en el agua o nacía en las selvas, era del primero que lo descubría.

Los abipones desconocían la azada, el arado y la segur. Sus principales instrumentos fueron la flecha, la lanza, la clava y el caballo, con los cuales buscaban todo lo necesario para el vestido, la comida o la habitación. Continuamente emigraban de un lugar a otro en busca de los elementos necesarios para poder sobrevivir. En los campos se criaban gran número de aves, ovejas, gamos, tigres, leones, conejos, y /119 otros tipos de animales propios de América. Los ciervos vagaban con frecuencia por las márgenes de los grandes ríos; en tanto que en los lugares palustres, raramente faltaban las innumerables manadas de jabalíes. En los bosques se alimentaban grandes grupos de osos hormigueros, alces, monos y loros. En arroyos y lagos, riquísimos en peces, habitaban numerosos ejemplares de ánades y patos. No hablaré de las tortugas existentes, pues ni los abipones ni los españoles americanos las comían. Si las condiciones del tiempo eran estables, recogían a orillas de los ríos gran cantidad de pichones de cuervos y águilas, con los que preparaban un delicioso manjar. Si acaso les faltaban todas estas cosas, nunca quedaban con el deseo de probar las frutas comestibles de los árboles o la abundante miel. Sólo las palmeras, en sus distintos tipos, ofrecían solución a los que buscaban comida, bebida, medicina, habitación, vestido, o armas. Tanto bajo tierra como bajo agua encontraban raíces aptas para alimentarse. La algarroba de dos especies, que el vulgo llama pan de San Juan, les ofrecía comida y bebida saludable la mayor parte del año. ¡Oh! ¡Cuánta liberalidad para aquellos que no la cultivan, ¡Dios mío! ¡Oh! ¡Ruda imagen de la edad de oro! Sin ningún trabajo los abipones se proveían de todo lo que atañe al uso cotidiano de la vida. Si debido al clima los arroyos se secaban, o los campos estaban desiertos, buscaban bajo las hojas del caraguatá el agua que les quitaría la sed. /120 Frutos llenos de jugo, semejantes a melones, nacían bajo tierra. En los ríos secos, cavaban con la punta de la lanza un hoyo hasta ver brotar de él agua suficiente para ellos y su caballo.

La sed consumía al español en estas soledades de América; tal vez porque desconocía los métodos utilizados por los naturales, o porque no poseía la paciencia necesaria para realzar este trabajo.

Viajeros incansables, frecuentemente se desplazan de un lugar a otro en busca de los alimentos necesarios para poder subsistir. Ni las asperezas de la zona, ni lo distante de los lugares los desanimaba. Una increíble multitud de hombres y mujeres hacían con rapidez el camino, recorriendo grandes extensiones de tierra. Para este tema es interesante conocer algo sobre la preparación del caballo, así como la forma de cabalgar. El freno que usan está hecho con cuerno de buey, con cuatro maderas atravesadas en forma de enrejado, y atado con dos correas de cuero a modo de riendas. La mayoría, con verdadero orgullo, utilizó frenos de hierro.

Fabricaban monturas semejantes a albardas, en cuero crudo de vaca, rellenas de juncos. Antiguamente no usaron estribos. Los varones se sentaban en el lado derecho del caballo; tomaban las riendas con la mano derecha; en tanto que con la izquierda sostenían una especie de lanza muy larga, sobre la cual apoyaban con fuerza ambos pies, y de allí saltaban al caballo. En los combates empleaban la misma táctica, admirando a los contrarios por la rapidez con que descendían del caballo.

No usaron espuelas. El látigo estaba, formado por cuatro pieles de buey dobladas en forma de tablitas. Lo utilizaban no por la sensación de dolor, sino por el ruido que producían, para estimular a los caballos novicios o reacios a las carreras. /121 Las mujeres usaban las mismas monturas que los hombres; pero ellas, amantes de la elegancia, preferían hacer la suya de piel blanca de vaca. Se sentaban a horcajadas como sus maridos y en esta posición recorrían caminos durante días, sin perjuicio de su sexo. Sin embargo atribuían a esta manera de cabalgar la increíble dificultad de sus partos, en los cuales debían soportar grandes dolores. Por la forma de sentarse sobre la dura montura, el coxis y los huesos vecinos se comprimen y endurecen, de modo que no es raro que las madres tengan gran trabajo para dar a luz. Me parece oportuno recordar la opinión de los más célebres médicos de Europa que conozco: que las mujeres europeas, audaces imitadoras del modo de cabalgar de los varones, deben cuidarse, y enseñar a sus hijas adolescentes que no deben aceptar ni tolerar en sus hogares, por el motivo antedicho, esta manera de sentarse sobre monturas duras para realizar viajes prolongados. Cuando las mujeres abiponas quieren subir a un caballo, se jactan de hacerlo al modo europeo, por el lado izquierdo hasta el cuello; al mismo tiempo que con las piernas separadas a ambos lados se sientan y se corren hasta la montura, desprovista de almohada. No les molestaba esa falta de suavidad, ni aún cuando debían recorrer largos caminos durante varios días; de lo que deducirás que la piel de los abipones es más resistente que el cuero de vaca, pues nunca se encallece, a pesar de las diarias cabalgatas. Andando sin montura, los indios a menudo lastiman el lomo de sus caballos y lo desgarran; sin embargo ellos no sufren ninguna lesión. Escucha otra de sus costumbres cuando emigraban con sus familias: la mujer además del arco y de la aljaba del marido, lleva en su caballo todo tipo de utensilios domésticos: ollas, /122 cántaros, calabazas; gran cantidad de hilos de algodón y de lana e instrumentos para tejer. Estas alforjas que cuelgan, a ambos lados de la montura, se cierran con tiras de piel. Allí suelen colocar a los cachorros, y a veces a los niños. Además de estas cosas, una estera grande, bien arrollada con dos pértigas para fijar la tienda donde les plazca. Suspenden de los costados de la montura una piel de vaca que les servirá como barquichuelo en las travesías por los ríos.

Entre los elementos que llevaban las mujeres, se destacaban unas estacas en forma de espátulas, cuya parte media estaba rodeada por un cilindro hecho en madera durísma, de unos dos codos de largo. Este instrumento también lo empleaban para extraer las raíces comestibles; para bajar los frutos de los árboles o las ramas aptas para hacer fuego; cuando no la usaban para quebrar las armas y la cabeza de los enemigos que encontraban en el camino.

Si vieras el caballo de las mujeres con toda esta carga, creerías estar ante un camello. A veces verás subidas en un mismo corcel a dos o tres niñas o jovencitas; no es que les falte un caballo a cada una, ya que los poseen en abundancia; sino porque les gusta conversar mientras cabalgan – como a las europeas –, y son enemigas del silencio y la soledad.

La mayoría de estos potros, si no están acostumbrados, no toleran el peso de varios jinetes a la vez, y tiran al suelo a las tres mujeres sin hacerles daño. Pero estas amazonas, entre risas, intentan montar tantas veces cuantas las despida el animal. /123

Gran número de perros acompañan la marcha de las amazonas. Cada india vigila desde su caballo. Si nota la falta de uno de ellos lo llaman a viva voz, repitiendo innumerables veces: Nè, Nè, Nè, hasta que lo ve llegar. Este hecho me admiró, pues aunque no sabían contar, de inmediato notaban la ausencia. Esta preocupación que demostraban por los perros no debe reprochárseles, pues les eran tan útiles como a los cazadores de gamos y nutrias: además empleaban su carne como alimento. Con este fin, cada familia tenía numerosos perros a su cuidado, disponiendo de una increíble cantidad de carne. Los alimentaban con la cabeza, el corazón y las vísceras del ganado. La fertilidad de las perras paracuarias responde a la abundancia de alimentos que se les suministra. Casi nunca tienen en un solo parto menos de doce cachorros, y a veces más. Cuando se aproxima el momento, cavan con las patas un hoyo profundo, para colocar a resguardo a sus hijitos. Dejan una angosta abertura a manera de puerta, y preparan el acceso a la misma con una serie de vueltas y meandros, para que el agua no entre directamente a la cueva, si acaso lloviera copiosamente. La madre se muestra cada día a su dueño buscando comida y bebida, como excusando su ausencia; y lo saluda con gemidos y prolongados movimientos de cola. Días después mostrará por primera vez a sus cachorros. Los perros de los indios no agradan por su /124 elegancia; son de cuerpo pequeño, de color variado. No son pigmeos, como los maltenses o bologneses, ni lanudos como los molosos.

Nunca verás perros lanudos o de pelo crespo, dóciles para amaestrar, salvo que pertenecieran a los españoles. Pero aunque no sean de raza fina, los europeos no deben despreciarlos, ya que poseen gran habilidad para la caza y para buscar las fieras; a esto hay que sumar la fidelidad que tienen hacia su dueño.

En alguna colonia de abipones, una centuria de perros que siempre andaban sueltos turbó nuestro sueño con formidables ladridos durante toda la noche ante el menor movimiento, a fin de proteger nuestras vidas e impedir que fuéramos sorprendidos por bárbaros enemigos. Un grupo de éstos deslizó furtivamente en la colonia un cebo para silenciar a todos los perros. Sin embargo los tontos abipones creyeron que los animales enmudecieron con las artes mágicas de los hechiceros enemigos.

Yo diría que los perros de los indios descienden de aquellos perros de los romanos que, cuando los galos asaltaron la roca Tarpeya del Capitolio, descubiertos por los gritos de los gansos los acallaron a su capricho. Muchas veces cansados de las correrías que realizan durante el día, se duermen por la noche abandonando la vigilancia. Posiblemente volvería incólume, si alguna vez tuviese que caminar por una zona desierta expuesto a las insidias de los enemigos y de los tigres y llevara la custodia de un perro. Quizás tendría más confianza con él que con cien /125 compañeros de viaje, ya fueran españoles o indios. Una de las felicidades de Paracuaria es el desconocimiento de la rabia que ataca a los perros o a cualquier otro animal: la temible hidrofobia de las provincias europeas. Esto debe considerarse como singular beneficio de los númenes, y entre los tantos milagros que prodiga la naturaleza, ya que en esta región las bestias deben soportar el calor del clima y la prolongada sed, por la falta total de agua en muchas leguas.

Pero dejemos el tema de las mujeres amazonas, y el de los perros que las acompañaban en sus viajes. Volvamos los ojos y el ánimo a sus maridos abipones. Llevando la lanza como única arma, los abipones recorren y exploran los caminos, buscando una zona propicia para cazar. Si ven algún avestruz, gamo, ciervo, jabalí, o alguna otra fiera, la persiguen con sus rápidos caballos hasta matarla. Si no se les cruza ningún animal que puedan matar y comer, cuando encuentran malezas altas y secas encienden unas fogatas en pleno campo. Las fieras que estaban escondidas entre éstas tratan de esquivar el incendio huyendo a campo abierto, para caer en las crueles manos de los indios, que después de matarlas asan su carne a fuego lento. Si les faltaran éstas, las suplantarían en el desayuno, almuerzo y cena por conejos.

Para prender fuego no necesitan ni pedernal ni acero. Los reemplazan con dos maderos de unos dos palmos de longitud, de los cuales, uno es más blando y otro más duro; /126 colocan debajo al primero, trepanado en el medio. Hacen girar el madero más duro y afilado como una bala, aplicado al orificio del más blando con rapidísima rotación de ambas manos, en la misma forma con que se bate el chocolate. Por esta mutua y rápida fricción de ambos maderos, comienzan a desprenderse limaduras y polvillos del blando; surgen así las primeras llamas, seguidas de humo. Los indios arrojan pajas, estiércol de vaca, hojas secas, y cualquier otra cosa que sirva de alimento al fuego. Obtienen el leño de menor consistencia del árbol ambay, del arbusto caraguatá, del cedro, y de otros. El más duro del Tatayí, árbol de madera durísima de color amarillo azafranado, como el boj, del que los naturales extraían uno de los colorantes para teñir sus vestidos. Diversos tipos de maderas componen la rica vegetación de América meridional y septentrional. También en Europa, antiguamente, se frotaba un madero con otro para obtener fuego; así lo afirma Plinio, en el Libro 16, Capítulo 40: Arbore calidae morus, laurus, bedera, et omnes, e quibus igniaria sunt. (61). No creo que cualquier madera pueda utilizarse para el mismo fin. Observamos que en un carro, cuando el eje de la rueda roza y fricciona por largo tiempo, se inflama y por fin arde. Cuentan que las vírgenes vestales de Roma hacían brotar nuevo fuego de un leño, si su superior lo dejaba apagar por desidia. Festo lo sostiene con las siguientes palabras: Ignis vesta lalium (62): Mos erat tabulam felicis materiae terebrare, quos que exceptum ignem cribro aeneo virgo in aedem ferret (63). Los abipones siempre llevaban en algún lugar de la montura y bien a mano uno de estos maderos, a los que llamaban /127 Neètatà.

Si durante el camino se veían obligados a detener la marcha, ya sea para descansar o pasar la noche, trataban de hallar un lugar que les proporcionase agua, leña y forraje. Ante la menor sospecha de un ataque del enemigo, corrían en busca de una zona que los protegiera del peligro. Sin duda pensarás que los naturales, cuando emigraban con sus familias, levantaban su casa en cualquier parte. En efecto: de la misma forma que el caracol lleva a cuestas su concha, éstos transportaban en sus viajes, las esteras que luego ocuparían para construir sus casas. Dos pértigas clavadas en tierra, sostenían a dos o tres esteras, impidiendo la entrada del agua y del viento. Para que la lluvia no mojara el suelo donde se acostaban, abrían a los costados de la tienda, una canaleta para desviar el agua. Cuando envían a pastar una manada de caballos, los acompaña una yegua amaestrada que lleva un cascabel colgado del cuello.

Cuando los animales están esparcidos por el campo y sienten la presencia de un tigre, corren asustados a ella, buscando protección como si fuera la madre de todos. Los españoles la llaman "La madrina", y los abipones, Latè, que significa madre.

Suelen ponerle una cuerda de cuero suave, para que pueda deambular en busca de pasto. Tratan de que ésta no se aparte de las chozas y se mantenga a la vista de los hombres, por si es necesario continuar la marcha durante la noche. No sólo los varones, sino también las mujeres y hasta los adolescentes atraviesan a nado los ríos que encuentran al paso, cuando éstos no tienen vados o puentes; y no tienen canoas. Los abipones se acostumbran a nadar desde pequeños, de modo que así como cabalgan con rapidez, nadan /128 con la misma agilidad de los peces.

Utilizan como canoa una piel de buey; en ella ubican a sus hijos, para luego acomodar la carga. Los abipones la llaman Ñatac, y los españoles La pelota; la usan para atravesar los ríos menores. Para construirla emplean cuero de vaca, de abundante pelo, crudo, no sometido a curtiembre y macerada con los pies. Sus cuatro lados tienen una altura de unos dos palmos; atan cada uno de ellos con una correa para que permanezcan levantados en alto, de modo que formen la figura de un tetrágono.

Acomodan la montura y el resto del lastre en el fondo de la pelota, cuidando de mantener el equilibrio, de manera que puedan cruzar el río en su parte media. Atan la barca por uno de sus lados perforados con una especie de rienda, y la sujetan unas veces con los dientes, otras con la mano. El nadador, remando, transporta la pelota suavemente por el río sin peligro de que encalle, aunque tenga en su contra el fuerte oleaje producido por el viento. En caso de que el nadador no pueda seguir nadando, ya sea porque el frío del agua acalambra sus pies o porque traga agua, la pelota arrastrada por la corriente lo llevará incólume a la costa. Si debe cruzar un río de gran cauce o de curso rápido, y nota que le faltan las fuerzas necesarias para poder realizar la travesía, se sostiene con una mano de la cola del caballo que nada delante suyo, y con la otra conduce la pelota Si me preguntas cuántos ríos y cuántas vicisitudes deben pasar cuando los cruzan con esta embarcación de cuero, te diré ingenuamente que lo ignoro. Durante mis recorridas tuve oportunidad de viajar en este tipo de barca en algunas ocasiones, varias veces en un mismo día.

Las primeras veces me pareció temible y peligrosa, como a los demás europeos. Pero acostumbrado a emplearla con frecuencia, me reí del imaginario peligro. En adelante /129 preferí este cuero – aunque fuera nada más que un vacilante barquichuelo – para atravesar los ríos. Si llueve en forma persistente durante días y el cuero se moja, se ablanda como si fuera una tela. En estos casos para realizar la travesía con mayor seguridad se cubren los cuatro lados y el fondo de la pelota con ramas de árboles, con lo que el cuero se sostiene y afirma para realizar la travesía con mayor seguridad. Los oficiales americanos de los ejércitos españoles, se niegan a nadar, aunque lo sepan, para no desnudarse delante de los suyos. Para evitarse el trabajo de nadar, se suben a la pelota impulsándola con dos ramas de árbol a manera de remos.

El uso de la pelota prestaría gran utilidad a los combatientes europeos, en las luchas que sostienen con enemigos que ocupan la orilla opuesta. Transportarían en ella todo aquello que desearan sin ningún gasto y en el menor tiempo posible, en estos cueros de vaca, que en barcos de gran calado.

Cuando carecían de carros y bestias, la carga se transportaba a través del río en la espalda de los soldados. Este trabajo debía realizarse en silencio durante la noche, para sorprender al enemigo. Pues si usaban las barcas, el ruido de los remos los delataría. Un oficial de gran fama consideró importante mi consejo sobre el uso de la pelota. En una demostración de artes marítimas, un navegante presentó en el río Danubio un espectáculo, demostrando las utilidades del cuero de vaca, admirando a los espectadores con la novedad. /130 Para que el cuero sumergido un tiempo en el agua no se ablande y conserve su firmeza, introdujo en el fondo de la pelota, por los cuatro lados, otras tantas pértigas de hierro. En verdad, – y con el perdón de este varón – su industria aunque innecesaria no era perjudicial. Si bien la pelota se hunde más con el peso de aquel fierro, el cuero de vaca al estar sumergido tantas horas, pierde poco a poco su dureza.

A orillas de los ríos paracuarios vimos a diario emplearlos sin el menor peligro, a vendedores ambulantes que llegaban con sus carros repletos de mercaderías. Aunque se moje la superficie del cuero, el agua no penetra sino después de varias horas. Conocimos a un gran número de traficantes que vendían mercaderías prohibidas, emplear estas naves construidas con muchos cueros, uniendo hábilmente sus junturas con una mezcla de pez y sebo para evitar la entrada del agua. Estos esquifes de cuero son más cómodos que los de madera, pues sin carga son tan livianos que pueden trasladarse a tierra con la mano; o bien a las selvas vecinas o a las islas, donde los secan y esconden, para que no sean interceptados en el Río de la Plata por los inspectores del ejército real, constante peligro para esos furtivos negociantes.

Un español, cuyo principal deseo era encontrar oro, cruzó el Río de la Plata con un solo cuero y usando remos desde la ciudad de Buenos Aires a la Colonia del Santísimo Sacramento, cuyo trayecto tiene una extensión de unas quince leguas, para anunciar al gobernador portugués importantes novedades que habían llegado en una nave española. Realizó la travesía. solo, esperando por esta hazaña una fuerte recompensa. La idea de tener oro lo había deslumbrado de tal modo que no vio ni se preocupó por los peligros que encontraría durante su viaje. Aunque llegó incólume a la meta /131 gracias a las buenas condiciones del tiempo y a la tranquilidad de las aguas, durante el trayecto estuvo expuesto continuamente a una serie de vicisitudes, debido a la poca seguridad de la embarcación. No obstante no se libró de la censura de los españoles, quienes sostenían que todos debían admirar su actitud, pero no imitarla. Recordé todas estas cosas para que tengas una idea clara sobre la resistencia de estos cueros.

Muchas veces para estar más seguros unieron dos barcas con cuerdas, del mismo modo que las unen los marinos para cruzar el río Uruguay, empleando trabas transversales. Una sirve de apoyo a la otra. Posiblemente pueda adaptarse este cuero de vaca a los usos militares, con algún resultado positivo supliendo a los puentes o barcas en los ríos de menor cauce. Dejo que algún inventor haga suya esa idea, una vez que la conozca.

Los jinetes abipones unas veces a caballo, otras simplemente a nado, cruzaban los grandes ríos con tal rapidez y destreza, que parecían nacidos en medio de aquellas aguas. En ciertas ocasiones, se bajaban del caballo al agua; tenían con la mano derecha las riendas del caballo que nadaba, remando al mismo tiempo con ella. Con la izquierdo sostenían en alto, para que no se mojen, una larguísima lanza y su ropa. Instigaban al caballo a puñetazos, si éste temía ser arrastrado por las aguas, para que reanudara la marcha, y llegara cuanto antes a la orilla opuesta.

Si el lugar elegido resultaba pantanoso, carecía de playa, o era muy alto, ellos lo escalaban con rapidez y seguridad. Posiblemente te hubieras reído al observar a una cantidad de bárbaros, que mientras nadaban sólo sacaban las cabezas de las aguas; y sin embargo hablaban tranquilamente, como suelen hacerlo mientras descansan sobre el césped. Con ellos atravesé a diario grandes ríos, sentado en medio de este /132 cuero, olvidado del peligro y casi de mí mismo; con un grupo de mis abipones que chanceaban, conocí con mis propios ojos y a la vez observé su tranquilidad y agilidad durante la travesía. Llamarías Neptuno a alguno de ellos, por su familiaridad con el agua. Supera la fe de los europeos lo osados que son. Atraviesan cuantas veces quieren una gran extensión de agua, desde la colonia de los Yaaucanigás, San Fernando, hasta la ciudad de Corrientes, en la parte donde el río Paraguay se une al gran Paraná. Lo hacen a caballo, ante el asombro de los españoles al ver a estos animales desplazarse por las aguas. En este lugar el río es sumamente peligroso hasta para las mismas naves por su increíble rapidez, profundidad y amplitud.

En otros tiempos, estos bárbaros piratas lo atravesaron con felicidad diariamente, regresando a sus hogares con los numerosos animales que habían robado a los españoles; otras se encaminaban hacia el sur, de isla en isla, buscando descanso a sus fatigas. Sería este el momento de explicar cómo trasladaban a través de los ríos más de mil caballos, mulas y vacas. Nunca hacían cruzar a todos los animales a la vez: grupos de ellos son obligados a meterse en el río por jinetes que los encierran y bloquean por todos lados. Algunos levantan una especie de cerco ancho, que se angosta al llegar a la costa, obligando a los animales a penetrar en el río de a dos o tres. Envían delante a las vacas y a los caballos amaestrados, a los que siguen los potros salvajes. Para que los animales puedan nadar con libertad, cuidan que guarden /133 cierta distancia entre sí. Generalmente los indios dirigen el paso del ganado por el río, desde sus barquichuelos o nadando a los costados de éstos. Si alguno escapa a su vigilancia o se niega a continuar, trabado por montículos de rocas, zonas pantanosas o trozos de árboles que encuentra al paso, sin duda será arrastrado por la corriente. Tampoco es raro ver que varias vacas o caballos son absorbidos por esos raros torbellinos y embudos que a veces forman las aguas. Para impedir que esto ocurra, los abipones colocan las vacas lentas o tercas en medio del río; se sientan en sus lomos, tomando con ambas manos los cuernos, y con ambos pies golpean los costados del animal, para encaminarlo a la costa.

Llegados a tierra, cambiado el temor en furor, arremeten con todo lo que encuentran. Cuando estaban destinados a nuestras colonias y para prever esta situación, llegados a la orilla, los indios se subían a un árbol, desde donde vigilaban y contaban el ganado a medida que éste dejaba el río.

En varias oportunidades pude observar a feroces toros que durante la travesía resultaban más torpes que las vacas, las que, más dóciles, se dejaban conducir por los guías. Empleando este procedimiento, muchas veces ayudé a los naturales a cruzar, con gran éxito, miles de cabezas de ganado. Poco después eran sacrificados para alimento de los indígenas.

Otras veces ataban los cuernos del ganado vacuno a una barca de gran tamaño, para transportarlos con mayor seguridad. Con las cabezas de los animales sujetas a ambos lados de la barca, no tenían casi ninguna dificultad para nadar. Con este sistema, cuidé durante dos años que fueran transportadas veinte vacas en cada viaje a través del río Paraguay, desde el campo hasta la colonia del Rosario, que yo /134 fundara para los abipones. Según el tamaño de la barca, se podían atar mayor o menor número de vacas. Una vez un grupo de animales rodeó totalmente las barcas, apretándose unos a otros; de esta manera impedían, cansados de nadar, continuar la travesía para llegar a la costa establecida.

Desechados los sistemas utilizados por los españoles, los abipones transportaban por cualquier río, a nado o en barcas, grupos de caballos. Siempre deseé que los ejércitos españoles emplearan la vivacidad de los naturales para cruzar los ríos. Cuando deben atravesar un río para enfrentarse con el enemigo, prefieren esperar que éste ataque primero; aunque para lograr la victoria, todo resultaría más fácil si un ejército de nadadores atravesara el río, sin puente y sin el estrépito de los barcos. Pero, ¡qué raros son los nadadores en un gran ejército! En los campamentos austríacos, se distinguieron las tropas croatas que tantas veces, sin esperar a que se construyeran los puentes necesarios, o a que llegaran las naves, derrotaron a los enemigos sin ningún inconveniente.

No terminaría nunca si tuviese que recordar los diversos modos de atravesar los ríos, así como los instrumentos que utilizaban los antiguos en la guerra. Esto te lo enseñarán Vegetio y otros estudiosos, si te place.



NOTAS



1- "Los cuerpos se oscurecen por el calor del sol".

2- Los ingleses que atravesaron el mismo estrecho en el año 1764 al mando de Byron les atribuyeron una altura de ocho pies.

3- "La mayor virtud reinó en un cuerpo exiguo".

4- "A quien la naturaleza había dotado de miembros pequeños, pero de gran espíritu; y la ira había impregnado los ojos al cruel".

5- "Es más antigua la tonsura que la esquila, en la ovejas. En el año 454 de la fundación de Roma, fueron llevados (varones) peluqueros desde Sicilia a Italia, por P. Ticinio Mena".

6- "Créeme, estirpa los vellos de todo el cuerpo".

7- "Los levitas, se rasuran el vello de la cara".

8- "En verdad, como los germanos fueron los más batalladores, también en [sic] olvidaron luchar con el enemigo – – – al mismo tiempo, para no ofrecer a los adversarios ocasión de tomarlos de los cabellos, se los rasuraban".

9- ¿Quién hay de éstos que no sea turbado por los males de la república como su cabellera? Llamas a estos ociosos entre el peine y el espejo? No hay ninguno de ellos que no prefiera ser más elegante que bueno".

10- "Yo os bautizaré en el Espíritu Santo y el fuego".

11- "Soldados señalados con puntos perdurables en el cutis".

12- "Se llegaban a su rito con cuchillos y lanzuelas mientras se derramaba la sangre".

13- "No os hagáis ninguna figura o estigma".

14- "Quienes al poco tiempo tienen mucho miedo de mirar a hombres heridos o muertos, como si los vieran por primera vez, y confundidos por el pavor, prefieren la fuga al combate".

15- "Cuando hacía un camino o pie no subía en absoluto a un caballo; cuando a caballo, no bajaba de él; ni la lluvia ni el frío lo conmovían, como si estuviera con la cabeza cubierta. Cumple todos sus deberes y oficios de Rey, etc."

16- "A la juventud imberbe, hasta tanto abandone la custodia, agradan los caballos y los cantos, y la hierba del campo".

17- "Una adolescencia libidinosa e intemperante lleva a la vejez un cuerpo macilento".

18- "La corrupción es quien acaba por hacerte viejo".

19- "Tardía y vigorosa juventud; las vírgenes no se apuran. La misma juventud se prolonga. Los iguales se unen por su vigor, y los hijos heredan la fuerza de sus padres".

20- "La unión de adolescentes es muy mala (repito textualmente), para la procreación de hijos. En efecto, en las uniones de animales son deficientes, y las hembras, más frecuentemente que los machos, son engendrados de cuerpo endeble, por lo cual es necesario prevenir esto mismo en los hombres. De esto habrá que deducir que la costumbre existente en algunas ciudades de unir a jovencitos con niñas, trae aparejada para ellos inutilidad y hombres de cuerpo endeble. Las niñas trabajan más en el parto, y sufren más, impidiendo que crezcan sus cuerpos viriles, etc., etc.".

21- "Se dedican desde niños al trabajo y al ejercicio. Quienes se mantienen mucho tiempo impúberes, merecen entre ellos grandes alabanzas. Piensan que esto le añanza a uno en la estatura, a otro en las fuerzas y los nervios. Consideran un hecho muy torpe tomar esposa antes de los veinte años".

22- "Amonesto a las que amamantan a sus hijos que se abstengan de toda impureza. La leche se torna con esto dañina y la sangre más buena para nutrir al niño se retira (en las embarazadas). La leche se vuelve escasa y perjudicial".

23- "Nada con exceso".

24- "La excesiva quietud del cuerpo es el más grande mal, pero un moderado y justo movimiento es el máximo bien".

25- "La indolencia debilita el cuerpo, el trabajo lo afirma; aquélla trae una prematura vejez; éste una larga juventud".

26- "Los alimentos simples, los frutos agrestes, frescos y silvestres, o la leche coagulada sin preparativos o condimentos, aplacan el hambre".

27- "A menudo se encuentran más longevos voraces y epulones, entre quienes usaron de una mesa abundante".

28- "Adentro la miel, afuera el aceite".

29- "El lavado del cuerpo con agua fría es bueno para la prolongación de la vida; el uso de baños tibios, es malo".

30- "Poseen más vivacidad los que viven bajo el cielo, que los que viven bajo techo".

31- "Quita los remedios a los fuertes".

32- "No hay pueblo ni tan inculto, ni tan feroz que aunque lo ignore, no considere oportuno tener un Dios o que sepa que debe tenerlo".

33- "A todos es innato y como esculpido en el espíritu el tener un Dios".

34- "Este es el más grande de los delitos: No reconocer al Dios que es imposible ignorar".

35- "Nunca ni absoluto".

36- "Sospecho ser entregado a pueblos tan inhumanos que no tuvieran ningún conocimiento acerca de los dioses".

37- "Como también pueblos que ignoran a Dios".

38- "Así como sean inexcusables".

39- "Dios supo qué sería"

40- "Seguimos con singular y paterno amor a esta sociedad tan predilecta para nosotros en la Sede Apostólica, revolviendo muy a menudo en nuestro ánimo los innumerables frutos, a los cuales – bendiciendo Jesús la sociedad del orbe con el dominio cristiano – llegaron felizmente los varones conspicuos por el conocimiento de las letras; y sobre todo de las cosas sagradas; por la santidad de las costumbres y por una vida religiosa ejemplar, preceptores religiosos entre muchos y hasta óptimos predicadores e intérpretes de la palabra divina, entre aquellas remotas y bárbaras naciones que (Nota Bene) no conocían íntimamente a Dios, todavía no anticipan sus felices conocimientos".

41- "Hombres verdaderos, capaces de la fe católica y de los sacramentos".

42- "La, misma verdad".

43- "Los indios crecidos en el Perú, ya bautizados, confiesan legítimamente sus pecados una vez cada año, si no hubiere en verdad peligro de muerte".

44- "Quién hay tan insensato que cuando mira al cielo no siente que hay un Dios?".

45- "El primer temor hizo a los dioses en el mundo".

46- "Todos los galos se creen nacidos del padre Dite; dicen que él mismo nació de los druidas".

47- "Sucesión de los sonidos de un acorde".

48- "Ni tantas veces habían ardido los siniestros cometas".

49- "Entonces fueron vistas teas celestes, dos estrellas que los griegos llaman cometas, y nosotros cincinnatas, que no hace mucho en la guerra octaviana, fueron preanunciadoras de grandes calamidades".

50- "El cometa es siempre fatal para la república romana".

51- "Los dioses de los pueblos son demonios".

52- "Seréis como dioses".

53- El navegante griego invoca en la tormenta las Híadas.

54- "Servían a dioses ajenos. Adoraban al relámpago, la luna y a todas las constelaciones del cielo".

55- "Milicia del ciclo".

56- "Resplandecen las estrellas llamadas Pléyades".

57- "La elección impuso al mejor".

58- "Se imponga más por el poder de persuasión que por la virtud de mando".

59- "Es habitual entre los britanos la conducción militar de las mujeres".

60- "Escogen a los reyes por su nobleza; y a los jefes por su virtud".

61- "Los árboles apropiados son: la morera, el laurel, y todos aquellos cuya madera pueda transformarse en carbón".

62- "Fuego de las vestales".

63- "Existía la costumbre de taladrar una madera apropiada; una virgen conduciría a la morada el fuego obtenido en una criba de bronce".

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Hay un error en la cita de Varrón. El texto original se encuentra en De re rustica, II.XI. Dice:

"(...) De tonsura ovium primum animadverto, antequam incipiam facere, num scabiem aut ulcera habeant, ut, si opus est, ante curentur, quam tondeantur. Tonsurae tempus inter aequinoctium vernum et solstitium, cum sudare inceperunt oves, a quo sudore recens lana tonsa sucida appellata est. Tonsas recentes eodem die perungunt vino et oleo, non nemo admixta cera alba et adipe suilla; et si ea tecta solet esse, quam habuit pellem intectam, eam intrinsecus eadem re perinungunt et tegunt rursus. Siqua in tonsura plagam accepit, eum locum oblinunt pice liquida. Oves hirtas tondent circiter hordeaceam messem, in aliis locis ante faenisecia. Quidam has bis in anno tondent, ut in Hispania citeriore, ac semenstres faciunt tonsuras; duplicem impendunt operam, quod sic plus putant fieri lanae, quo nomine quidam bis secant prata. Diligentiores tegeticulis subiectis oves tondere solent, nequi flocci intereant. Dies ad eam rem sumuntur sereni, et iis id faciunt fere a quarta ad decimam; cum sole calidiore tonsa, ex sudore eius lana fit mollior et ponderosior et colore meliore. Quam demptam ac conglobatam alii vellera, alii vellimna appellant; ex quo vocabulo animadverti licet prius in lana vulsuram quam tonsuram inventam. Qui etiam nunc vellunt, ante triduo habent ieiunas, quod languidae minus aegre radices lanae retinent.
Omnino tonsores in Italiam primum venisse ex Sicilia dicuntur p. R. c. a. CCCCLIII, ut scriptum in publico Ardeae in litteris exstat, eosque adduxisse Publium Titinium Menam. Olim tonsores non fuisse adsignificant antiquorum statuae, quod pleraeque habent capillum et barbam magnam. (...)"

Anónimo dijo...

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