miércoles, 30 de julio de 2008

LAS VOCES DE DIOS EN TENSION. LOS INTELECTUALES CATOLICOS ENTRE LA INTERPRETACION Y EL CONTROL. SANTA FE, 1900 - 1935. (Versión de divulgación)

Diego A. Mauro*
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas/Universidad Nacional de Rosario

…es preferible errar con el obispo que acertar sin él…
Elías Luque

En las últimas décadas se ha prestado desde la historiografía argentina, una creciente atención al estudio de la Iglesia católica. Se ha insistido particularmente en la presencia de un núcleo duro en el pensamiento católico de las décadas de 1930 y 1940 que Loris Zanatta ha denominado el “mito de la nación católica” . Estas investigaciones contribuyeron a reforzar la presencia del catolicismo como clave interpretativa en la historia política y social del período de entreguerras . El abordaje de las articulaciones entre catolicismo y nacionalismo y entre catolicismo, política y cultura tenían, sin embargo, un importante desarrollo precedente y durante los años 80 investigaciones como las de Fortunato Mallimaci, Fernando Devoto y María Inés Barbero, formatearon un vasto terreno de problemas que, desde entonces, fue una y otra vez atravesado . Durante la década de 1990 nuevas investigaciones permitieron complejizar considerablemente no sólo la historia del catolicismo sino también las interpretaciones globales sobre las cultura/s política/s argentina/s y los “orígenes” del peronismo . En el seno de estas investigaciones, los denominados “intelectuales católicos” fueron reconocidos como una dimensión clave. El contenido de sus discursos antes que la exploración de los modos de intervención, fue constituyendo el criterio a partir del cual se amalgamaba el genitivo “católico” con la problemática e imprecisa noción de “intelectual”. De este modo, el intelectual católico de las décadas del 30 y 40 del siglo pasado fue asociado al núcleo duro del catolicismo “integral” y a la defensa de la identificación entre patria, nación y catolicismo. Recientemente se han seguido más profundamente, en sus matices y particularidades, los itinerarios de algunos de ellos provenientes del clero y las organizaciones del laicado, fundamentalmente de los Círculos de Obreros y la Acción Católica Argentina , con lo que las interpretaciones se han complejizado. Sin embargo, a pesar de la aparición de estos trabajos la noción de “intelectual católico” continúa resultando esquiva y problemática desde un punto de vista conceptual. En parte porque, como es obvio, se arrastra con ella el complejo e inabarcable debate sobre el “intelectual” . Recientemente José Zanca, recuperando los desarrollos teóricos de Zygmunt Bauman ha propuesto una definición que, sin pretender agotar la cuestión, se muestra provechosa para explorar la dimensional paradojal en la que se inscribe el intelectual católico. La perspectiva de Zanca es sensible a las “tensiones” porque traslada el eje de indagación de lo que el “intelectual” afirma, es decir del contenido de sus discursos, a las contradicciones que lo atraviesan al formularlos. Según Zanca, lo que los caracterizaría sería el despliegue de “una visión del mundo” que considerarían adecuada “a los ideales” perseguidos por “la Iglesia Católica”. No serían por su función administradores institucionales de lo sagrado pero, aclara inmediatamente, tampoco pertenecerían “al mundo indiferenciado y obediente de los laicos”. Esto implicaría una “estratificación” que revelaría “una tensión latente entre la necesidad eclesiástica de la intervención pública de los pensadores ligados a la Iglesia, [...] y la existencia de esos mismos ´intérpretes´, con el peligro de que terminen introduciendo en el seno del catolicismo formas de justificación o prácticas que choquen con su estructura tradicional”. Desde esta perspectiva, el intelectual católico es visto como un “actor” fronterizo de la “institución eclesiástica” , constituido en el “aparecer” de la “intervención pública” y en las tensiones originadas por dichas acciones al interior del campo católico. Sus capacidades “legislativas”, recuperando la imagen de Bauman, no sólo dependerían, desde este punto de vista, de la posesión de ciertos saberes sino también de una siempre “inestable” domesticación de las tensiones derivadas de la existencia de jerarquías institucionalizadas que, por principio, poseerían una comprensión “perfecta” de dichos saberes. Esta ligazón particular implica, como se verá en este trabajo, una dependencia simbólica que es preciso analizar a partir de casos específicos y que se traduce en prácticas y diseños institucionales.
Los intelectuales católicos emergen de este modo, más de un tipo particular de intervención y compromiso que de cierta apropiación substancial de ideas o principios específicos. Interesan aquí, en otras palabras, como una instancia particularmente compleja en la que convergen, siguiendo a Emile Poulat, el problema del “control” y la “producción” . El resultado del enfoque no es el recorte preciso de un grupo homogéneo. Todo lo contrario, los intelectuales católicos constituyen un universo constelar, amplio y heterogéneo, de actores cuyas fronteras de pertenencia su superponen y solapan. Sin embargo, aún en su heterogeneidad, sus intervenciones no pueden dejar de reflejarse, incluso confrontativamente, en el espejo de la autoridad eclesiástica. La existencia de este polo hermenéutico total, encarnado por los obispos, coloca al “intelectual católico” en una situación siempre precaria, atravesada por una fragilidad esencial. Aún cuando, como se verá, los contenidos particulares de sus discursos fueron claves a la hora de alimentar conflictos y roces, los mecanismos de circulación de poder dentro del campo católico se tensionaban subterráneamente, en profundidad e independientemente de ellos. Esto era, en parte, el resultado de la proyección sobre el campo católico, de una lógica “intelectual” asociada a modalidades “típicamente modernas” de intervención y compromiso.
El presente trabajo, que pretende explorar precisamente dichas tensiones, se centra en una de las tramas tejidas en el medio católico santafesino, entre 1900 y 1935, deteniéndose particularmente en la figura de Ramón Doldán. Período que, como he señalado en otro lugar, ha merecido menos atención y en el que en gran medida, se delinean las razones de posibilidad del denominado “renacimiento católico” de los años 30.

Los intelectuales católicos a comienzos del siglo XX .
El catolicismo santafesino atravesó un poliédrico proceso de transformación entre fines del siglo XIX y 1930. La imagen de una modernidad licenciosa y una cristiandad amenazada dio paso a la emergencia de sensibilidades menos “defensivas” y más “combativas”, en otras palabras, tal como se lo ha visto a veces, al pasaje de un “catolicismo de posición” a otro de “movimiento” . Este proceso impulsado a escala universal embarcó también, como han puesto en evidencia diversas investigaciones, a la Iglesia católica argentina . La creación de la diócesis de Santa Fe a fines del siglo XIX puso en marcha, sobre la base de la red de capellanías existentes y el trabajo de las congregaciones religiosas, un proceso de expansión acelerado. El resultado fue una significativa complejización capilar que se expresó, entre otras cosas, en la multiplicación del número de parroquias. El obispado alentó activamente la labor de las congregaciones, principalmente en el terreno educativo, a través de las cuales esperaba lograr la progresiva emergencia de renovadas élites católicas, capaces de asumir roles funcionariales en el estado provincial y sostener los intereses de la Iglesia católica en áreas consideradas estratégicas como la prensa, la educación y la política. Instituciones tradicionales como el Colegio de la Inmaculada Concepción (Jesuita) cumplieron con creces las aspiraciones del entonces obispo de Santa Fe, Juan Agustín Boneo, y buena parte de la dirigencia política santafesina entre 1900 y 1940, realizó allí sus estudios secundarios . Dichas instituciones, enhebradas con los Círculos de Obreros y algunos nucleamientos parroquiales, redundaron paulatinamente en un aumento de la densidad material y relacional del laicado . La creación de una biblioteca y un centro de estudios en el seno del círculo de obreros, contribuyó a hacer menos porosa la identidad católica de muchos de los intelectuales que comenzaban a frecuentar estos espacios y que, en cierto modo, se formaban en ellos. Progresivamente emergieron diversos periódicos y revistas , que contribuyeron a potenciar la sedimentación de estas tramas e instituciones de las que, al mismo tiempo, nacían. En estas décadas diversos ámbitos para la socialización católica fueron cristalizándose y viendo la luz, permitiendo que se regularizaran circuitos y recorridos específicos. En torno a ellos comenzaron a constituirse valiosos canales de legitimación para la consolidación de las nuevas élites católicas que emergían de las tareas dirigenciales que demandaba la organización del laicado. Poco a poco, el intelectual católico que, entre fines del siglo XIX y las primeras décadas del XX, había provenido casi exclusivamente del mundo de los “notables” y de los grupos “tradicionales”, comenzó a sedimentarse en las tramas católicas mismas. Estos procesos fueron progresivos y escalonados y en el período trabajado los casos analizados se presentan dominados por una acentuada hibridez. No obstante, los nuevos “defensores” “letrados” de la Iglesia católica, aún cuando en parte seguían perteneciendo a las élites tradicionales, comenzaban a asumir dichos roles a partir de la participación y el recorrido por las nuevas tramas. El dictado de conferencias, la publicación de folletos, la colaboración activa en los periódicos institucionales y en las intermitentes experiencias de prensa católica, se convirtieron en instancias básicas de legitimación. También la participación en la organización de actos para la difusión del catolicismo, la asistencia a las actividades sociales y culturales organizadas por el círculo e instituciones como la Casa Social o el encabezamiento de las movilizaciones eran importantes. Estos mecanismos, progresivamente complejizados, alimentaron un perfil más “combativo” y “público” y conformaron un vehículo moderno para la estratificación del laicado. La emergencia de estos intelectuales, al mismo tiempo dirigentes, mucho más formados y conectados con la sociedad que los “notables” de fines del siglo XIX, fue un factor importante en la potenciación de la Iglesia católica en la esfera pública y, fundamentalmente, en el estado provincial a partir de la segunda y tercera décadas. Muchos ocuparon roles funcionariales de importancia y en el terreno educativo su presencia fue particularmente acentuada. Estos procesos diversos y la consecuente gravitación creciente del laicado, presentados aquí de manera sumamente esquemática, no se desarrollaron sin conflictos e inevitablemente las tensiones crecieron en el campo católico . Los nuevos mecanismos de legitimación estratificaban el mundo de los “fieles” y potenciaban la presencia del catolicismo en la sociedad pero, al mismo tiempo, volvían más evidente la rigidez de la institución eclesiástica y los dirigentes de las organizaciones del laicado tomaron renovada conciencia del techo que la autoridad eclesiástica significaba para sus acciones.
En el período trabajado, las necesidades de una iglesia en expansión contribuyeron a atenuar las tensiones que, sin embargo, comenzaron a insinuarse. Los desafíos que las tareas de catolización presentaban, principalmente en las primeras décadas del siglo XX eran significativos y el obispado había “descubierto” en la autonomía del laicado una fuerza catolizadora sumamente dinámica. La presencia de un movimiento anarquista de peso, durante la primera década del siglo XX en Rosario, y el impacto de un liberalismo secularizante en parte de las fuerzas política provinciales, potenció la unidad de acción entre los intelectuales católicos y el obispado que priorizó, entre 1900 y 1920, la “producción” de nuevas estrategias de catolización antes que el “control” de las existentes. Como se verá en las páginas siguientes, de manera intermitente, las tensiones latentes afloraron pero las fracturas pudieron ser evitadas y la autoridad del obispo y su poder centrípeto se mostraron lo suficientemente sólidos como para “encapsular” los conflictos y evitar su propagación.

Los intelectuales del Círculo de Obreros de Santa Fe y las tensiones con el obispado
Ramón Doldán fue designado presidente del Círculo de Obreros de Santa Fe en 1904. La institución no se encontraba en un momento auspicioso y había estado paralizada desde 1902 cuando disputas internas, incluida una acusación por malversación de fondos, pusieron entre paréntesis la experiencia . Con Doldán el Círculo se dinamizó y se motorizaron varias iniciativas, entre ellas la formación de una biblioteca, la creación de un centro de estudios sobre cuestión social y la proyección de un edificio propio. No obstante el dinamismo impreso por Doldán y la fluida relación que éste mantenía epistolarmente con Boneo, el círculo fue intervenido al año siguiente. El motivo, si bien no es claro, se relaciona con un proyecto de reforma de los estatutos de la institución, que se proponía limitar el poder de veto del Asesor Eclesiástico . Según Doldán el Asesor poseía demasiadas atribuciones en ámbitos de incumbencia propia de los laicos y si bien no cuestionaba la injerencia eclesiástica, pretendía “equilibrarla” a los fines de agilizar la “toma de decisiones”. A pesar de la cuidada retórica del nuevo presidente, la situación derivó en la parálisis del círculo, en la detención de las iniciativas propuestas y en un funcionamiento irregular que concluyó en 1911, con una renuncia colectiva de la comisión directiva y la designación, no del todo clara, de Gustavo Martínez Zuviría como nuevo presidente. Éste último, ya doctorado en derecho y ciencias jurídicas, se encontraba más vinculado a través de su padre, el jurista Zenón Martínez, a las tramas tradicionales y por el momento se adecuaba más al perfil del “notable católico”. Doldán se mantendrá alejado del círculo por seis años . Entre 1911 y 1917 su militancia en las filas del radicalismo santafesino lo llevaron a manifestarse no pocas veces en favor de la política de partidos y de la reforma electoral saenzpeñista. Por esos años, su labor como conferencista y publicista se intensificó y su voz adquirió una presencia creciente en las tramas católicas, en las que se lo reconocía como un referente indiscutido en el terreno de la “acción social” . Había protagonizado, no obstante, un incidente con la jerarquía eclesiástica en 1913, a causa de algunas observaciones volcadas en un artículo publicado en el diario santafesino Nueva Época . Allí cuestionaba la pasividad y la “desidia” de muchos católicos a los que acusaba de ser “cómplices del avance de las fuerzas reaccionarias”. Reclamaba, ante todo, un mayor grado de compromiso social y ofrecía una descripción sumamente crítica del catolicismo del momento. “Mientras los católicos emplean su tiempo y su dinero en altares, catedrales, cofradías y capillas, cuando no en lujos estúpidos, los adversarios se organizan, fundan diarios, publican folletos, dan conferencias y tratan de ganarse al pueblo para llevarlo al comicio” . Si bien estos comentarios tocaban a las jerarquías de la Iglesia católica, cargaban principalmente las tintas sobre el laicado y la intervención se movía con osadía en la cornisa de lo censurable pero sin dejarse caer. El enfrentamiento se desató cuando Doldán apuntó su pluma de manera más explícita a la institución eclesiástica señalando que “el sacerdocio se contentaba con decir misa y predicar a una docena de viejas fanáticas”. Doldán evaluaba que los desafíos de la hora presente necesitaban de una “milicia de Cristo” y que como tal esta debía ser “todo valentía” y “todo acción”. Agregaba que esto no sería posible mientras los católicos permanecieran “durmiendo la siesta, los curas leyendo el breviario y los obispos preparando pastorales, sin bajar al pueblo” como lo aconsejaba “el sabio León XIII”. De manera demasiado visible, como para que la jerarquía hiciera oídos sordos, no sólo proponía un ideal singular de católico activo sino también un modelo a imitar para el clero. Estas últimas observaciones no pasaron desapercibidas a la curia que no estaba dispuesta a tolerar que desde el laicado se intentara definir el deber ser del sacerdote. Doldán cuestionaba su rol “espiritual” sólo preocupado por la liturgia. También el obispo merecía un llamado de atención a quien se veía demasiado apegado a la redacción de pastorales que se juzgaban de escasa potencialidad política. El artículo produjo, inmediatamente, la respuesta de la curia diocesana y Doldán recibió la monición del obispo. No obstante, mantuvo su posición, defendió su derecho a opinar y no aceptó preparar una rectificación pública . De hecho volvió a publicar, apenas unas semanas después, un nuevo artículo en el que llamaba a la “reacción”, aunque en esta oportunidad sin hacer críticas directas a la Iglesia católica . El obispado no sólo advirtió a Doldán sino que, ante la negativa manifestada de ofrecer una rectificación, intervino públicamente con un artículo en la pluma del pbro. Andrés Olaizola. Boneo evitaba aparecer respondiendo a Doldán pero, dada la cercanía de Olaizola con el obispo, es justo señalar que en los hechos se trataba de una intervención “oficial”. Olaizola era sumamente duro y se proponía restituir, sin concesiones, el principio jerárquico y el lugar del obispo. Comenzaba cuestionando la capacidad del laicado y de los intelectuales católicos para interpretar y en consecuencia, “legislar”. Señalaba Olaizola que algunos católicos “reciben con un ´santo´ desprecio las enseñanzas de sus pastores […] interpretándolas a su gusto” y “llegan a señalar rumbos” . En una clara alusión a Doldán agregaba que “algunos”, cedían “al sacerdote el primer lugar en la acción católica, pero con la condición de colocarle al frente de la obra que ellos auspiciaban o querían llevar a cabo” creyendo “que ninguno hace nada, cuando no se corre […] a arrancar de sus manos” el “programa salvador”. Olaizola era claro, el problema era tanto que Doldán “interpretaba” como que intentaba “señalar rumbos” y de hecho, concluía recomendando al clero e incluso al propio obispo un acercamiento más fiel a León XIII. Esta observación en particular tensionaba al máximo la dinámica de circulación de poder dentro de la Iglesia porque Doldán, indirectamente, desconocía en el obispo el lugar de la “hermenéutica perfecta”. Ante el cimbronazo de Doldán, Olaizola concluía definiendo con claridad el deber ser de todo católico en la “obediencia”, explicando que “el cuerpo directriz comienza en el clérigo y termina en el pontífice”. Utilizando una metáfora militar agregaba que: “se sigue que el soldado no debe enseñar al oficial, ni el oficial al jefe […] así las enseñanzas deben llegar en escala descendente del papa a los obispos, de estos a los sacerdotes y de los sacerdotes a los fieles […] no se puede admitir que […] la lección venga de abajo . Doldán moderó de allí en más sus intervenciones públicas. Sin embargo el hecho de que no se hubiera retractado suponía que no reconocía totalmente el “poder de veto” del obispo, al menos, a la hora conducir el catolicismo a la “acción social”. Se permitía incluso disentir con Boneo acerca de cómo interpretar el espíritu de las encíclicas de León XIII. En esta dirección consideraba que el llamamiento a una militancia más activa, tal como proponía en su artículo, se adecuaba mejor y más fidedignamente. Esto no era una simple “desobediencia” y por eso el incidente preocupó a la curia. Una desobediencia hubiera podido ser simbólicamente domesticada en la figura de la “falta”, ya que esta no supone una subversión de los circuitos de circulación de poder, sino una trasgresión. La trasgresión podía ser reparada o no, pero el problema se inscribía dentro de una misma malla de poder. Por el contrario, la intervención de Doldán afectaba la relación saber-poder en la que se sostenía la lógica jerárquica e interfería el principio de autoridad. No se trataba de una falta, sino de un desgarro de la malla del poder eclesiástico. Como señalaba Olaizaola las lecciones siempre seguían un sentido descendente, no sólo porque esa era, supuestamente, la “Iglesia de Cristo”, sino porque las cúspides de la pirámide eran poseedoras de un saber teológico intransferible que aseguraba una comprensión perfecta, un conocimiento prístino y en consecuencia un poder de veto total.
Ni Doldán ni Boneo adoptaron posiciones extremas y desde la curia se comprendió que no se trataba de una coyuntura propicia para la aplicación de medidas disciplinares más estrictas. Se consideraba, por otra parte, que Doldán no agudizaría el enfrentamiento y que en los hechos concretos, más allá del artículo, no pretendía poner en discusión la autoridad de Boneo. No obstante, el hecho puso repentinamente ante los ojos del obispo, el costado problemático y conflictivo de los intelectuales católicos.
Transcurridos algunos años, la nueva comisión directiva del COSF, volvió a contar con la presencia de Doldán. Varios de los proyectos de la comisión de 1904 fueron retomados y se inició la construcción de una sede social. La obra, lanzada bajo la consigna “unirse al pueblo para salvarlo”, fue inaugurada en 1921 con el nombre de Casa del Pueblo “Obispo Boneo” . Su apertura se había apresurado con el objetivo de aprovechar el grado de movilización social del catolicismo, sacudido por la Convención Constituyente que, sesionando por esos días en Santa Fe, impulsaba un proyecto de reforma que pretendía separar Iglesia y Estado . El 10 de abril se había llevado a cabo una manifestación frente a la legislatura aprovechando la celebración de la Virgen de Guadalupe y ese mismo día, por la tarde, se había procedido a dar organicidad a los comités de Acción Católica (AA.CC.) que se estaban creando, impulsados por algunos intelectuales católicos, para enfrentar a los “reformistas”. La primera comisión directiva, con carácter de provisoria, se constituyó por la tarde del 10 de abril en presencia del propio obispo y Ramón Doldán fue elegido presidente. Los Comités de AACC ofrecieron una experiencia inédita de articulación para el laicado. Las heterogéneas tendencias dentro del catolicismo santafesino dejaron de lado sus diferencias en pos de lograr una unidad práctica y política que ofreciera un dique de contención a los reformistas. El artículo 1º de la Carta Orgánica de los comités, recurrentemente utilizado en las calles, era un compendio de reformas diversas pensado, principalmente, con fines políticos y propagandísticos. Los intelectuales católicos conectaron principios socialcristianos con algunos de los puntos centrales de la agenda reformista, ampliamente discutida entre las fuerzas políticas provinciales y relativamente extendida entre ellas . Hicieron así su irrupción en el “campo político” amoldándose con inteligencia a las especificidades de la política provincial .
Las tensiones con el obispado no derivaron de estas fusiones teóricas y políticas, sino del rol secundario que se pretendía hacer jugar a las jerarquías eclesiásticas en la organización y el funcionamiento de los comités. Según proponía la Carta, las AACC sería gobernada por medio de una Junta Central Ejecutiva compuesta por 10 miembros. Estos serían elegidos 5 por la primera circunscripción (Santa Fe y zona norte) y 5 por la segunda (Rosario y zona sur) funcionando indistintamente en las ciudades de Santa Fe y Rosario. La junta, que era la máxima autoridad, sería votada por los delegados de todos los comités existentes en la provincia (art. 2°). Al mismo tiempo se proponía la realización de dos tipos de convenciones (art. 4°), una compuesta de dos delegados por cada departamento que constituiría la Convención Provincial y otra conformada por los delegados de distrito, denominada Convención Departamental. La Convención Provincial, convocada por la Junta Ejecutiva, era la instancia de gobierno más importante. Tal como establecía el artículo 5°, tenía entre sus atribuciones “determinar los rumbos prácticos de la acción social” y al mismo tiempo establecer “cuándo y cómo” debía hacerse uso de la acción política. Esta convención podía, además, realizar modificaciones a la Carta Orgánica. Las convenciones departamentales tenían a su cargo las cuestiones operativas tendientes a secundar las iniciativas de la Junta Central y de la Convención Provincial (Art. 6°). Eran no obstante dentro del departamento, la primera autoridad y tenían a su cargo la organización y el control de los comités de distrito. Las sesiones de las Convenciones eran por defecto públicas, aunque en caso de necesidad podían ser realizadas a puertas cerradas, tal como se especificaba en el art. 10°. El método de elección de las autoridades, tanto en las convenciones provinciales como en las departamentales y en los comités de distrito, era el de la “mayoría simple” de votos. Por último se aclaraba que todos los cargos tendrían una duración máxima de dos años (art. 16°).
La influencia de Doldán y la de algunos de sus allegados que se desempeñaban como dirigentes del COSF, fue decisiva en la redacción de la carta y tal como se ve, a través de ella se abrían varios frentes de conflicto con la curia. La Junta Central pretendía convertirse, en cierto modo, en la voz del catolicismo santafesino lugar monopolizado por el obispado y su Boletín Eclesiástico. Boneo, no obstante, era consciente de que sin el apoyo del laicado y de intelectuales y dirigentes como Doldán las posiciones de la Iglesia Católica no podían ser defendidas con solidez y brindó su apoyo a la AACC de manera pública, aunque intentando mantenerse como fuente última de legitimidad. También Doldán sabía que sin el apoyo de Boneo sus intentos por aglutinar en un mismo nucleamiento las diferentes tendencias existentes en el laicado no eran factibles. La unidad que traslucía el catolicismo en las calles, ocultaba no sólo las diferencias entre los “liberales” santafesinos y los “demócrata cristianos” de Rosario, sino también la desconfianza de los católicos políticamente más “conservadores” que veían con preocupación el ascenso de Doldán, militante del partido radical y demasiado apegado, según ellos, a la movilización y al voto popular. También encubría las desconfianzas de la curia, que por un lado estimulaba la emergencia de un laicado militante pero al mismo tiempo intentaba mantenerlo bajo su férula. La Carta Orgánica de la AACC era elocuente en este sentido. En ningún artículo de la misma se preveía la participación de figuras como la del asesor eclesiástico o la injerencia tutelar de las jerarquías diocesanas. Si bien muchos miembros del clero participaron en los comités de distrito, e incluso Andrés Olaizola integró la Junta Ejecutiva, lo hicieron sin el amparo formal de una figura estatutaria específica con atribuciones particulares y, en términos formales, los comités igualaban a laicos y clérigos. Al mismo tiempo, el modelo de organización se proponía utilizar las divisiones políticas y administrativas del estado provincial y no la estructura parroquial y diocesana. Esta elección contribuía a consolidar la independencia del laicado, no sólo en términos prácticos y organizativos, sino también simbólicos. Aún cuando muchos de los comités de distrito funcionaron en las instalaciones de las parroquias, esto no era necesario y de hecho, buena parte de de ellos se reunió en casas particulares. Por último, la estructura era centralizada, pero los mecanismos de elección de los miembros de la Junta Ejecutiva y la instancia de la Convenciones intentaban dinamizar los intercambios entre los niveles de la pirámide organizativa y, en este sentido, proponían una participación activa de los miembros en cada uno de los estratos a partir de la práctica del voto. Los mecanismos de circulación del poder que la carta preveía tampoco resultaban, de este modo, del todo satisfactorios para la curia que indudablemente tomó debida nota de la impronta liberal de los mismos. Sin embargo, no se produjeron choques o enfrentamientos en la coyuntura, sino todo lo contrario. La imagen de un catolicismo compacto y unido se generalizó en la prensa y entre los militantes católicos, y la curia mantuvo junto a la AACC una política de resistencia basada en la “unidad” de acción. Boneo sabía perfectamente por otra parte, que la organización de la AACC tardaría en consolidarse y que las posiciones de Doldán si bien contaban con el respaldo de los intelectuales del Círculo de Obreros de Santa Fe, eran resistidas por otras tramas del campo católico en las que podía apoyarse. No se propuso entonces intentar actuar sobre ella dejando para cuando las aguas estuvieran menos agitadas, intervenciones más decididas. Durante el conflicto, la Junta Ejecutiva con carácter de provisoria, tuvo una importante entidad pública en la ciudad capital y el grupo de Doldán hizo oír sus voces a través de ella.

El conflicto
La Iglesia católica, y dentro de ella particularmente el obispado, salieron considerablemente fortalecidos del enfrentamiento con los “reformistas” en 1921. Los católicos en las calles ofrecieron a Boneo un pilar de apoyo por fuera de las tramas del laicado militante y le permitieron posicionarse desde un lugar de fuerza. Superada la coyuntura, marcada por la resistencia, las tramas intelectuales católicas no lograron superar las diferencias que las atravesaban y con relativa rapidez se fragmentaron. Sin el apoyo de Boneo y amainado el conflicto, la Junta Ejecutiva se convirtió en una entidad fantasmal y finalmente se disolvió. El ascenso de Doldán, que durante el conflicto había logrado posicionarse a la cabeza de la “resistencia”, se vio severamente debilitado tanto por la silenciosa oposición de la curia como debido a las diferencias que atravesaban a la intelectualidad católica . La desarticulación de los comités aisló al grupo de Doldán, y Boneo, fortalecido por un catolicismo que se mostraba vigoroso en el nivel parroquial, inició una serie de acciones para atenuar su presencia en el laicado. Los conflictos y desacuerdos comenzaron en torno al desempeño de la institución que más abiertamente había manifestado la unidad de “espíritu” entre la curia y el grupo capitaneado por Doldán: la Casa del Pueblo Obispo Boneo. En ella había funcionado desde el comienzo un cine con aproximadamente mil localidades. A sus funciones gratuitas o de precios bajos asistían con periodicidad amplios retazos de los sectores populares urbanos. Esto posibilitaba la proyección social de los intelectuales del COSF, que controlaban la institución, y generaba un horizonte de articulación con los sectores populares que el obispado pretendía mantener en la esfera parroquial. Al mismo tiempo, los conectaba con el Centro de Estudiantes Católicos que se reunía allí. Estas tramas incluían también a algunas figuras del clero, tal el caso de José Macagno, que se identificaban con las iniciativas del grupo y que militaban en él. Boneo seguía con alarma el crecimiento tentacular de esta red que en su nombre se movía con demasiada autonomía y que en la Carta Orgánica de la fallida Acción Católica había puesto en evidencia toda su peligrosidad. La atenuación de las amenazas externas posibilitaron que, un tanto abruptamente, Boneo adoptara posiciones más tutelares y controladoras que no tardaron en ocasionar roces. A fines del mismo año de su fundación Macagno, secretario de la Casa del Pueblo, se veía obligado a explicar, ante la requisitoria del obispo, que los asistentes al cine lo hacían “debidamente” vestidos. Algunos filmes, habían motivado además, reiterados llamados de atención y desde la Casa, con el objetivo de evitar inconvenientes, se había decidido no proyectar ninguna película sin el visto bueno de al menos un sacerdote que se hiciera responsable de la “sana censura”. En medio de estas “requisitorias” Macagno puso en marcha un proyecto de catequesis dominical con proyecciones “luminosas” que apuntaban a que se “comprendiera” mejor el “mensaje del evangelio”. La estrategia fue exitosa y logró una presencia numerosa de niños atraídos por la novedad del cinematógrafo. Sin embargo, a pesar del éxito y de que la iniciativa era muy similar a la que se llevaba a cabo en el Círculo de Obreros de Rosario, el obispado se mostró en este caso, receloso y dubitativo solicitando numerosos y detallados informes sobre cada paso que el proyecto daba. Al margen de las bondades de la propuesta, la comisión administrativa de la institución y en particular José Macagno, no contaban con la confianza del obispado y, por entonces, eran minuciosamente vigilados. Las reservas de Boneo hacia Macagno, obviamente, no eran el resultado de los roces recientes en el manejo del cine. De hecho la censura era sólo el modo escogido por Boneo para recortar la autonomía de estas tramas en las cuales Doldán ocupaba, junto a Macagno, un lugar central. En el caso de este último lo que preocupaba no era tanto su labor en la Casa del Pueblo como la empatía que lo conectaba con el COSF. A fines de diciembre de 1921 la proyección de la película Flor de durazno produjo un nuevo roce. El altercado derivó en un enfrentamiento y la comisión contestó la requisitoria de Boneo con fastidio señalándole que Martínez Zuviría (autor del texto en el que se basaba el filme y ex presidente del COSF) era el actual presidente de la Junta Superior de la Liga Argentina de la Juventud Católica y que, además, la película había sido filmada por la asociación “Santa Filomena” de Buenos Aires. Por último Macagno, sensiblemente irritado y en un giro discursivo poco ortodoxo, le señalaba que la habían visto más de 2800 personas y que todas la habían aprobado. Con una clara intención confrontativa utilizaba criterios democráticos para poner en cuestión la palabra del obispo. La contestación intentaba, con cierta dureza, establecer los límites del área de influencia que la curia podía aspirar a tener en la institución. Macagno y la dirección de la Casa, no evaluaron bien la situación y lejos de doblegar al obispo se vieron obligados a presentar sus renuncias colectivamente. En su lugar se designó a la comisión central de homenaje a Boneo, recientemente creada para festejar sus bodas de oro sacerdotales.
La medida ocasionó inmediatas repercusiones en el COSF. Carlos Giobando, del Centro de Estudiantes Católicos y José Macagno, quien no sólo era el director espiritual del círculo sino también el asesor de los estudiantes, presentaron sus renuncias . Las tensiones crecieron en el medio católico santafesino y en enero de 1922 la Comisión directiva del COSF, disconforme con la forzada renuncia de Macagno, propuso la realización de un homenaje público en su nombre. El pbro. Antonio Torres, vicedirector espiritual del círculo, envió sumamente alarmado una carta a Boneo argumentando que consideraba que el homenaje era una muestra clara de oposición al obispado y que no debía ser autorizado. A comienzos de febrero, el COSF solicitó a Boneo la restitución de Macagno y unos días después, desconociendo la resolución del obispo que no había autorizado el homenaje, el presidente Lorenzatti intentaba llevarlo a cabo cambiando sutilmente la carátula del mismo. Hasta los pormenores de la reunión llegaron a Boneo en una extensa carta de Torres que señalaba que, por sobre todo, respetaría a sus superiores que eran los únicos que poseían la “gracia” . El enfrentamiento entre Lorenzatti y Torres adquirió ribetes cada vez más virulentos y en una nota del 16 de febrero el COSF pidió la destitución del cura en quien se había “perdido la confianza” y en una carta posterior lo acusaba de “mentiroso” .
Boneo no pretendía fracturar el campo católico, sino debilitar la hegemónica presencia del grupo de Doldán y tomó una solución de aparente transacción que buscaba evitar medidas extremas por parte del COSF pero que, al mismo tiempo, le permitía reforzar el principio de autoridad y avanzar en el disciplinamiento de la organización. Concedía el permiso para la realización del homenaje pero negaba rotundamente el pedido de destitución de Torres en nombre de su investidura sacerdotal enarbolando un discurso de acentuado tono clericalista. Desde la junta central de los Círculos, en Buenos Aires, se intentaba atenuar el conflicto pero Torres continuó su correspondencia injuriosa hacia Lorenzatti recordando como éste lo habría echado diciéndole: “váyase a su tierra sinvergüenza y no vuelva más” . El conflicto se prolongó por varios meses más aunque los dirigentes del COSF y la intelectualidad católica capitalina, incluidos Lorenzatti y Doldán, se mantuvieron en silencio. Sólo Macagno insistió en vano por la devolución de una biblioteca personal que no se le habría permitido retirar de la instalación y por el pago de una cuenta por insumos eléctricos cubierta supuestamente de su bolsillo . A fines de ese año se elegiría, de manera bastante irregular, la nueva comisión directiva del COSF en presencia de un interventor nombrado por el obispado. El nuevo consejo emitió a poco de asumir un documento en el que hacía público su “sincero” lamento por las “sensibles desviaciones del sentido moral de algunos hombres de la extinguida administración” portadores de “espíritus obcecados” y un acentuado “fanatismo”.
Los nombres de la nueva comisión quebraban la línea de continuidad que había alimentado el trabajo del COSF en el período 1917-1922. La presencia activa y escrutadora de Antonio Torres en la elección, solicitando que se levantara “la interdicción al círculo” ya que los “males” habían concluido, y la inmediata confirmación de su cargo, mostraban con claridad el resultado de la pulseada que los dirigentes del Círculo habían mantenido a lo largo de varios meses con el obispado. La consecuencia inmediata de las acciones de Boneo fue el debilitamiento de las posiciones de Doldán y su grupo, pero también el de los emprendimientos del laicado santafesino. El Círculo de Obreros no recuperó su dinamismo sino hasta mediados de los años 30 en el contexto de la Acción Católica Argentina y la Casa Social Católica, que soportaba la competencia de los cines populares en expansión, sufrió administraciones poco eficientes e incluso una defraudación que limitó considerablemente la repercusión social de la obra durante los años 20. A pesar del prolongado enfrentamiento, en ningún momento las diferencias derivaron en un cuestionamiento directo del principio jerárquico o en ataques a la figura de Boneo. La comisión administradora de la Casa del Pueblo presentó su renuncia sin objeciones tal como lo había solicitado el obispo y el consejo directivo del COSF se alejó de la organización al finalizar sus mandatos, sin contestar las acusaciones de Torres ni las del nuevo consejo.
A pesar de lo sucedido, transcurridos unos pocos años, Ramón Doldán, cuya militancia en el radicalismo lo había llevado a la presidencia del Consejo de Educación de la Provincia, reinició cordialmente el diálogo con Boneo. Como presidente sus intervenciones públicas se multiplicaron y en ellas acometió, con inteligencia y claridad política, la defensa de los intereses de la Iglesia católica en la educación estatal . Otorgó numerosos subsidios a los colegios católicos y, gracias a su gestión, el catolicismo acrecentó significativamente su presencia en la educación pública e indirectamente en los medios de prensa que recogían las incontables intervenciones del flamante presidente. Como si las rispideces de 1922 no hubieran tenido lugar buscó fortalecer e intensificar sus relaciones personales con Boneo. El obispo respondió con “elogiosas” cartas de agradecimiento pero no volvió a depositar su confianza en él. La Acción Católica Argentina, puesta en marcha en la diócesis en 1931, no contaría a Doldán ni a ninguno de sus allegados en las Juntas Diocesanas.

Otro episodio, otros tiempos. De intelectuales a militantes
La Acción Católica Argentina recibió un decidido impulso en la diócesis y la puesta en funciones de los centros y círculos fue relativamente rápida . Desde 1929 las circulares y los escritos del presbítero y especialista en la materia Antonio Caggiano desde Roma y las cartas pastorales de Pío XI se esparcieron velozmente. En torno a ellas se habían ido centralizando las actividades intelectuales del campo católico. El horizonte de búsquedas relativamente autónomo que, dentro de las fronteras del corpus doctrinario, había caracterizado a los intelectuales santafesinos en las primeras décadas sufrió por esos años un proceso de homogeneización acelerado. Las tramas locales, que habían sido prósperas en la producción de discursos propios (materializados en conferencias, folletos y libros) fueron en la coyuntura, eclipsadas por los materiales que enviaba el episcopado desde Buenos Aires. La discusión complaciente de los pormenores del proyecto de la ACA se extendió al Centro de Estudiantes Católicos, al Círculo de Obreros y a los centros de estudio, y las diversas conferencias sobre su implementación se convirtieron en las principales actividades organizadas por entonces. Los nuevos dirigentes, muchos de ellos ya socializados en las instituciones que se habían ido creando en las primeras décadas y formados, en gran medida, en un contexto de retracción de libertades y “control”, encontraron en los textos de Antonio Caggiano y en los documentos del episcopado, “todas” las respuestas. El modelo de organización que se había ensayado en 1921, muy diferente al que se impulsaba a comienzo de los años 30, no mereció mayores análisis y el nuevo “brazo ejecutor” comenzó a ser edificado según las directivas romanas. La figura del militante católico fue impulsada abiertamente en detrimento de la del intelectual, considerado un arma de doble filo . Sumamente importante en las primeras décadas del siglo, cuando había sido preciso edificar tramados institucionales propios, se mostraba en el presente demasiado problemático y, sobre todo, poco operativo en un contexto triunfalista de militancia y acción. La implantación de estructuras piramidales a escala nacional pretendía, entre otras cosas, suprimir las tensiones originadas por las eventuales tareas interpretativas que llevaban a cabo los intelectuales. La ACA potenciaba la formación de militantes y materialmente consolidó esta metamorfosis al potenciar el ascenso de dirigentes que, en general, respondían a un perfil de “choque”, “combativo” y “reproductivista”. La puesta en marcha de la ACA intentaba operar una profunda metamorfosis en las prácticas intelectuales al separar de manera tajante la producción de “verdades”, de su posterior militancia. La estratificación apuntaba a retomar el “control” de los procesos de elaboración de “consignas”, “proclamas” y “enunciados” eliminando las razones de posibilidad de eventuales “malas interpretaciones”. Doldán, quien había quedado considerablemente al margen de lo que acontecía, continuó no obstante por fuera de la ACA, interviniendo públicamente en nombre de la Iglesia católica y del catolicismo. Paradójicamente, el hecho de que mantuviera precisamente el perfil intelectual y “legislativo” asociado al control de saberes específicos que el episcopado intentaba controlar, fue lo que le posibilitó constituirse, durante 1934 y 1935, en un de los críticos más contundentes del proyecto de reforma educativa laicista que impulsaba el gobierno de turno. Su voz se hizo sentir en la prensa y sus prestigios en el terreno educativo dotaron sus intervenciones de un cierto universalismo, potente políticamente, del que no podía valerse la ACA. La proyección política de la voz de Doldán y la solidez que adquirió en defensa de los intereses de la Iglesia católica provenían paradójicamente de la autonomía que tanto preocupaba a la curia. El perfil intelectual, que la ACA pretendía suprimir en beneficio de una militancia rígida, era lo que permitía a Doldán llevar, con cierto éxito, sus posiciones a la esfera pública. Ante la crítica coyuntura el nuevo obispo de la ahora arquidiócesis de Santa Fe, Nicolás Fasolino, comprendió claramente la dimensión “paradojal” que envolvía la compleja relación de la Iglesia católica con “sus” intelectuales. Evitó referirse a Doldán, aunque lo tuvo en cuenta en algunas de sus iniciativas y lo dejó actuar ampliamente sabiendo que podía disputar en terrenos donde la ACA tenía las puertas cerradas . A fines de 1935, una intervención nacional estrechamente vinculada a la Iglesia Católica, abortó el proyecto reformista (incluida la nueva ley de educación) impulsado por los demócratas progresistas desde 1932. A lo largo de esos tres años la Iglesia católica había sido uno de los principales factores de desestabilización para el gobierno. Ante la intervención, tanto la curia eclesiástica como la ACA y buena parte de los militantes e intelectuales católicos, incluidos algunos que tiempo atrás habían integrado las tramas lideradas por Doldán, se mostraron sumamente complacidos. Dieron rápida y explícitamente sus apoyos al candidato de la intervención nacional, el ministro de Instrucción Pública de la Nación Manuel María de Iriondo quien en 1931, aún con el apoyo del obispado entonces, había sido derrotado en las elecciones provinciales por los “reformistas”. Este apoyo fue decisivo en la coyuntura de 1936 porque la movilización católica y su visibilidad en el espacio público fueron tal vez, en un primer momento, el principal recurso con que contó Iriondo para intentar atenuar la enorme visibilidad del fraude electoral que capitaneó personalmente y que lo depositó en el gobierno en 1937 .
Ramón Doldán, no obstante, mantuvo frente al masivo apoyo ofrecido por las estructuras católicas al iriondismo, una posición inflexiblemente crítica. Una vez más el peso de su militancia radical y la presencia de una matriz democrático-liberal alimentaban una identidad católica singular que, como intelectual, llevaba a la esfera pública. Apenas unos meses después de la contundente defensa que había realizado de la Iglesia católica en el terreno educativo enfrentaba, aunque sin menciones directas, las posiciones del obispado y de la ACA. Desde las páginas de El Orden señalaba que el “momento político” era “grave” y se preguntaba: ¿es ésta la manera de pacificar los espíritus y crear un ambiente de tolerancia, donde sean posibles las prácticas democráticas y el gobierno de las mayorías?” .

Poder, interpretación y militancia en el catolicismo. Algunas consideraciones finales.
Entre 1900 y 1930 el “intelectual católico” fue emergiendo del proceso de puesta en movimiento de un catolicismo que, por entonces, se mostraba según Doldán y Boneo demasiado apegado a los “templos y a la plegaria silenciosa”. El denominado “notable católico”, vinculado al “orden conservador” y a las “familias de notables”, fue cediendo terreno ante la aparición de un “intelectual” que, en el sentido dado por Bauman, emergía como un efecto combinado de “autoreclutación y movilización”. Este intelectual católico, del cual Doldán constituyó un singular ejemplo, se configuraba en las intervenciones públicas y en las crecientes tareas que demandaban las actividades de organización y dirección del laicado. La emergencia de centros de estudios, bibliotecas, periódicos y revistas, ofrecían canales renovados que indirectamente dieron lugar a la sedimentación de un cierto “cursus honorum”. El intelectual católico, asociado a estos canales, se adecuó así a las tareas del “legislador” y tal como ocurría con las jerarquías eclesiásticas y el clero se revistió de las bondades del “poder pastoral”. De este modo, sus intervenciones se asentaban en el presupuesto de que controlaban saberes que les permitían aprehender el mundo como una totalidad de sentido. Saberes, además, a los que el laicado, supuestamente, no tenía una acceso suficiente. La producción de “diferencia”, inscrita en las marcas legitimadores que las nuevas tramas institucionales facilitaban, estratificaba al laicado y conectaba al “intelectual católico” con el “dirigente laico”. El control de las nuevas instituciones (círculo de obreros, centros de estudios, asociaciones de ex alumnos) les servía de plataforma para proyectarse como publicistas, defendiendo en la esfera pública los “supuestos” intereses católicos. Estas dinámicas, tramas y circuitos no eran demasiado diferentes a las que, en términos generales, es posible identificar en todo proceso de configuración de “campos de saber” y en la consecuente constitución de sus “administradores”. No obstante, las similitudes cesaban a la hora de pensar las tensiones que, de manera específica, constituían la raíz del “intelectual católico”. Estas no provenían de las tramas mismas sino de su inserción en las lógicas del campo católico, atravesado por la irradiación de una instancia de “veto”, un polo legislativo totalizador, encarnado por el obispo. Esto implicaba que, aún cuando se realizara el “cursus honorum”, la legitimidad de las intervenciones dependía, en última instancia, de la aprobación de la autoridad eclesiástica, en donde el saber teológico se manifestaba, supuestamente, sin mediaciones. En cada diócesis las diferentes fuentes del corpus doctrinario católico tenían, por principio, en las pastorales de los obispos una traducción transparente. La monopolización de la capacidad interpretativa por parte del obispo introducía una limitación importante en las posibilidades legislativas de los intelectuales al no permitirles controlar, autónomamente, el saber con el que pretendían legitimar sus discursos y prácticas. Esto significaba colocar un corsé “estructural” a su dimensión legislativa. Por supuesto, como se ha visto, esto no les impidió desarrollar interpretaciones propias y alcanzar, como en el caso de Doldán, un margen de autonomía amplio. En los hechos, tal como se vio, las lógicas de “control” se relacionaban con las situaciones estructurales de la Iglesia católica y, obviamente, el corsé sólo se ajustaba en determinados contextos y coyunturas. Hasta los años 20 las jerarquías diocesanas evitaron en lo posible los enfrentamientos. La Iglesia católica se encontraba por entonces en un proceso de expansión y no era lo suficientemente sólida como para permitirse intentar controlar de manera rigurosa las voces de sus intelectuales. Aún cuando los roces con Doldán y los “liberales santafesinos” tuvieron un origen temprano, y en 1913 habían revestido cierta gravedad, recién hacia 1922 la curia tomó la decisión de limitar la expansión de estas tramas. Incluso durante el conflicto con los “reformistas” en 1921, a pesar de la gran autonomía que la Carta Orgánica de la AACC otorgaba a los laicos, Boneo prescindió de cualquier medida y apoyó la iniciativa ante las presiones de una coyuntura amenazante.
Por otra parte, los propios intelectuales desarrollaban estrategias singulares que les permitían aflojar los controles. Buscaban, en general, cuidar de sobremanera la formas protocolares e intervenían siempre apoyándose en el obispo y sus pastorales. Cuando se proponían introducir cuestiones menos lineales, sobre todo en el terreno de la acción social, las presentaban como deducciones naturales de la “doctrina católica” y, nuevamente, de los “concejos” del obispo. De este modo se conseguía un mayor nivel de autonomía real al ocultar la duplicación de las fuentes de legitimidad del saber en las que, inevitablemente, incurrían con cada intervención. Esta opción aseguraba en el corto plazo un margen de acción mayor pero, lejos de resolver la desgarrante tensión de sus prácticas, la acrecentaba. Al colocarse bajo su sombra, aún cuando sólo se lo hiciera formalmente, se reconocía que el obispo detentaba el control absoluto de los saberes que se manipulaban y, de este modo, reforzaban ante el laicado la potencia de su “poder de veto”.
Los roces con Doldán no eran en realidad una consecuencia directa de sus ideas políticas (aunque obviamente esto empeoraba las cosas) sino de las licencias con las que asumía públicamente su rol de “defensor de la causa católica”. Mientras las interpretaciones de los intelectuales católicos del Círculo de Obreros de Rosario se sostenían en la defensa de la identidad entre jerarquías y catolicismo y, como en el caso de Elías Luque, se atribuía la expansión de la Iglesia católica a la labor de Boneo y se veía en él la fiel expresión de la Iglesia y la catolicidad, Doldán prefería hablar de la vida de Jesús y de la “doctrina del maestro”. Sus escritos se encuentran plagados de interpretaciones singulares y giros argumentativos poco “ortodoxos” que hacían, a diferencia de lo que ocurría en otros casos, demasiado evidente la “impronta intelectual”. Calificaba a Jesús de “demócrata” y señalaba, por ejemplo, que como “soldado de Cristo” era un “socialista consciente […] del obrero de Nazaret”. Los roces no se debieron, sin embargo, al contenido de las analogías que, aunque con matices, no se apartaban del pensamiento católico sobre la cuestión social, sino a la persistente obsesión por remontarse a los orígenes del cristianismo y, en particular, a la vida de Jesús. En sus interpretaciones, rara vez utilizaba las pastorales diocesanas que alimentaban con frecuencia las conferencias de otros intelectuales. De este modo tensionó, a veces considerablemente, los modos de circulación de poder en el mundo católico. Su progresivo alejamiento desde mediados de los años veinte de los roles dirigenciales dentro del laicado, así como del de otros intelectuales cercanos a él no fue, como se vio, sólo el resultado de un recambio generacional. El discurso poco ortodoxo de Doldán hacía particularmente visible una tensión que, sin embargo, no era el resultado de sus singularidades ideológicas, sino una dimensión constitutiva, propia y “estructural” del intelectual católico del período. La tensión que preocupaba a la curia, aunque esto fue sólo en parte comprendido, no provenía de la substancia del discurso de Doldán sino de la naturaleza del rol intelectual, y emergía como efecto indirecto de la dimensión política y pública de las intervenciones que lo alimentaban. El problema era complejo y, en última instancia, devenía de la introducción de una lógica “típicamente moderna” (la de la intervención) en un campo sometido formalmente a un único centro exegético y hermenéutico, considerado capaz de una interpretación transparente. Ante esta situación, los intelectuales católicos no podían dejar de constituir una flagrante paradoja. Aún cuando hubieran optado por reproducir las palabras del obispo literalmente las fisuras se habrían insinuado inevitablemente. En este sentido, en términos de “control”, el llamado a la obediencia de Luque, colocado como epígrafe de este trabajo, podía ser tan peligroso para la estabilidad de los circuitos de poder del mundo católico, como el “exabrupto” de Doldán.
Con el advenimiento de la ACA los vientos soplaron con fuerza en un sentido contrario al de las tramas santafesinas más liberales. La potenciación del perfil militante y la separación que la ACA impulsaba entre los procesos de producción de consignas y las estructuras de militancia, no ofrecía condiciones apropiadas para el sostenimiento y reproducción de intelectuales como Doldán. En su lugar se impulsaba a laicos militantes que no participaran de los procedimientos de producción de las propuestas que, sin embargo, militarían luego. La ACA, por supuesto, no resolvió la contradicción entre “producción” y “control” y, tal como he estudiado en otro lugar, durante los años 30 estuvo lejos de eliminar dichas tensiones. Sin embargo, sus intentos por suprimir las lógicas intelectuales en pos de un modelo verticalizado de militancia y acción, en otras palabras de trasmutar la figura del intelectual católico por la del militante, da cuenta de una cierta percepción de los problemas que tensionaban el campo católico. La solución encontrada fue, no obstante, limitada y se mostró medianamente apropiada sólo en el corto plazo. En términos diocesanos, su puesta en funciones aceleró el desmembramiento de las tramas del grupo “liberal” santafesino, ya poco articulado, y el desplazamiento de las prácticas intelectuales que habían alimentado las tramas católicas en las primeras décadas. Las singularidades, propias de la preponderancia de figuras del medio local, fueron relegadas frente al desembarco masivo de los materiales que se preparaban desde la Junta Central. La necesidad de cubrir los espacios que las nuevas estructuras generaban, posibilitó el reforzamiento de algunas tramas del laicado en detrimento de otras y en una coyuntura de expansión, las tensiones pudieron ser adormecidas.
Doldán continuó no obstante, como se vio, interviniendo públicamente y de hecho su participación fue esencial para la Iglesia santafesina a través de las críticas que dirigió a la ley de educación laica entre 1934 y 1935. Sin embargo su voz, de cierto peso en el terreno educativo, apenas se oía en el mundo católico. Sus argumentaciones, que enhebraban las reivindicaciones católicas con un discurso técnico, basado en la experiencia acumulada como funcionario y que le permitía “universalizar” su voz, se parecían poco a las de las proclamas de los organismos de la ACA, centrados en la reivindicación de la “cristiandad” y en el “mito de la nación católica”. La organización del laicado había tomado vertiginosamente un nuevo rumbo. Los círculos y centros que se multiplicaban en todo el espacio diocesano, no estaban orientados como aquellos que Doldán había fundado y presidido, a estudiar e interpretar; sino a reproducir y, ante todo, militar. En una singular paradoja, estos nuevos círculos y centros en los que las lógicas de trabajo y los posicionamientos e intervenciones de Doldán no podían tener cabida respondían, sin embargo, bastante bien a aquel “conflictivo” llamado suyo de 1913, en el que con insistencia había pedido a los católicos convertirse en “soldados” de “una milicia de Cristo” que fuera “todo acción”.

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